Vivir en el exilio: taquicardia en el portal, las escaleras, el ascensor. No saber qué te vas a encontrar al cruzar la puerta. La psicosis de los gritos, la locura, el silencio sepulcral que invade los rincones y tiñe de tristeza las paredes.

Aguantar es sucumbir.
Huir: la soledad.

Lo peor es que las heridas van por dentro y todos sabeos que eso cuenta menos: no será para tanto si no se puede sangrar.

No hay sitio al que ir.
No hay sitio al que volver.

La imposibilidad de razonar con un maltratador que te vuelve loca: imagina que te trajeron al mundo pero son incapaces de darte amor.

Intentas desesperadamente hacer entender que no eres el enemigo pero luchas contra un parásito mental. Contra una enfermedad incurable.

Estoy cansada.

Empiezo a sentirme una carga: no puedo dejar de llorar y de sentir que no lo merezco. Y quizá esa vanidad de creer que hemos de ser queridos acabe conmigo.

Estoy realmente cansada.

Dicho esto, me importan las esquinas de las casas en las que paso cualquier periodo de tiempo. Pienso retratar la luz del día en el que todas mis historias de amor la vean. Persigo la importancia que le doy a no ser capaz de reconciliarme con las madres y las personas fallecidas.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *