Un montón de calcetines negros y desparejados no son más que la consecuencia lógica de diversos defectos cerebrales. Por una parte, mi incapacidad de conceptualizar la ropa de tobillos para abajo, lo cual hace que zapatos y calcetines sean una mera formalidad que tengo que hacer porque no es correcto salir sin ellos a la calle. Pero al no tener criterio estético ni referencia, siempre termino comprándome calcetines negros genéricos un poquito cortos, que no molesten mucho y combinen más o menos con todo a la vez que con nada. Mi siguiente defecto es que no, no me paro a clasificar la ropa antes de meterla a la lavadora en condiciones, lo podría hacer con una pala como si tirara carbón a una chimenea. Entonces, los calcetines terminan desparejados de forma arbitraria. Y los voy almacenando en una esquina de mi habitación hasta que tengo los suficientes como para que dedicarle un tiempo a emparejar cada uno con su alma gemela.
Toda esta configuración mental lleva al hecho de que tengo calcetines que probablemente tienen más años que yo pero que son funcionales a pesar de estar feos y semitransparentes, y no me veo emocionalmente preparada para tirarlos. No soy Michelle Pfeiffer tirando a la basura ropa que aún funciona, que me protege los pies del suelo, del agua y de la adversidad. Me gusta imaginar que en su tiempo de vida se han encontrado parejas nuevas después de haber perdido las suyas porque son un poquito parecidos, lo bastante como para estar juntos funcionales.
