El hecho, a menudo misterioso y perturbador, de encontrarte ante una lista que no habías escrito tú… Como si hubieras sorprendido una intimidad ajena.

Porque una lista es siempre la punta del iceberg de la rutina de una vida.

A veces, particular. Otras, de toda una comunidad, como es el caso de la población de Hong Kong, queriendo divertirse los sábados por la noche, la ópera cantonesa, el Hotel Gloucester y el Cecil, el casino, las tiendas de seda y el Café Bluebird, mientras desde el horizonte se acercaba una guerra.

Incluso las cartas de los restaurantes son listas, con sus platos de sopa, pasta, arroces, carnes y pescados, verduras y postres.

Listas de versos atómicos que se disparan en resonancias infinitas.

Puedes leer en ellas «Emperador a la plancha» y casi escuchas los valses de Viena y te asaltan imágenes de un Tzar minutos antes del fin de la dinastía. O de Rodolfo II, del Sacro Imperio Romano-Germánico. O de Pu Yi, que pasó de ser un Dios a un jardinero con contrato indefinido en El Escorial.

Sí, será eso. De segundo, Emperador a la plancha.

O es el hecho de que todos esos lugares no sean más que un circuito de diversiones lejanas tan extinguido como Pompeya bajo la lava, como las pasiones que en ese entorno florecen, que todo es insólito y archisabido a la vez, exótico y cotidiano, remoto y lejano, olvidado y resucitado, y nos abre la posibilidad de que los extranjeros seamos nosotros, que estamos aquí como podríamos estar allá…

Como allá pudiera ser ninguna parte.

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