Tus padres, en el siglo XXI, los mismos que se han dejado los cuernos para darte una vida y que no van a tener pensiones porque no trabajas, quieren que estudies porque todo lo que no sea conocimiento institucional validado políticamente no es conocimiento. Tus padres, en el siglo XXI, quieren que trabajes cada día en algo »serio». Tan serio como para querer matarte. Ese ouróboro terrorista.

Hoy ha sido mi último día de curro y ya estoy dándome vueltas por ahí con el currículo. ¿Por qué estudié Literatura? Pregunta seria.

En realidad, estoy en la puerta de La Central, fumándome un piti a punto de pasar hora y media mirando libros que no me puedo comprar. Y el currículo metido en mi bolso de Gucci de cinco euros. El meme de mi vida.

Pensamientos ansiosos: Innegablemente, la alienación y la enfermedad mental a la que el capitalismo nos somete, ejecutan una relación simbiótica. Nunca nadie me ha hecho sentir tan comprendida como la vida entera de Madame Bovary. La vida, a veces, se me queda pequeña.

Dice Remedios Zafra en un libro sobre precariedad laboral – El Entusiasmo – que somos una vida constantemente aplazada, una preparación infinita para SER, en un futuro, quienes deseamos y que, además, este deseo identitario no es personal –  o sea, espiritual – sino laboral.

Que la vocación está muy bien, hasta que escasea el dinero y sobran expectativas. Y se aplaza la pasión por la posibilidad de un futuro con cosas tan simples como un alquiler con derecho a cocina y algo de comida que poder llevarte a la boca al menos dos veces al día. Orbitar en torno a la vocación hasta pudrirla, en el mejor de los casos, y darse con un canto en los dientes. El entusiasmo, más pronto que tarde, convertido en un arma de doble filo para legitimar tu explotación. Te pagan en experiencia, no con el dinero que necesitas para vivir.

Con un poco de suerte, aún llegas a los treinta cobrando en negro.

Pagando por trabajar. Nos preparamos hasta la saciedad. Pobres pero muy bien preparados, preparadísimos. A las puertas de los sueños, las posibilidades, la vida por fin. Y entonces, alguien susurra:

 Cinco años como mínimo de experiencia en el sector.

Da igual las montañas y mares que hayas tenido que mover para salir adelante. El orgullo, la fuerza de la soledad emprendida con cierto éxito y la sombra falsa de la superación siempre es ante uno mismo una verdadera farsa.

Quiero decir, que la experiencia creativa sea de todos y para todos, es algo maravilloso. Pero genera una expectativa imposible en un sistema como el nuestro y, por ende, frustración. Quizás seamos la resistencia fracasada al marco de trabajo neoliberal. Los tristes de esta guerra.

La sensación de perder el tiempo cuando no se está trabajando o creando en pos de la liberación de la esclavitud a la que nos somete el trabajo es fruto, por un lado, de la velocidad y la exigencia de un sistema económico que se autoconsume con él y, por otro lado, fruto del inequívoco sentimiento de decepción.

Hemos nacido con la sensación de que perdemos el tiempo. Perder el tiempo se ha convertido en un estado emocional.

Es el eco, las antiguas ruinas, los rumores tristes de todos los sueños y las expectativas que el capitalismo depositó en nosotros. Incapaces. Superados. Decepcionados porque aquel éxito europeo y blanco nunca llegó. Era todo mentira.

De la decepción se sigue la pérdida. Si todo lo que habían postulado que nuestra vida sería, no existe… ¿Quién soy? ¿Qué haré?

Que media población esté deprimida no debería sorprenderle a nadie.

Luego, algunos nos miran casi con lástima. A los que dedicamos horas enteras a la pantalla. Solos pero conectados, un poco más juntos. Diciendo “estoy triste”, de una máquina a otra. No lo entienden. Ni lo entenderían. Y se atreven a decir tonterías.

“Yo tengo un móvil sólo para llamadas”.

“Me retiro al campo a crear”.

Me enfadan los necios que se resisten inútilmente tanto como los que nos someten sin que nos demos cuenta. Y, por supuesto, no me creo a ninguno de los dos.

En fin, eso. Triste y sola en internet.
Pobre, triste y sola. Pero en internet.

Porque los marcos de fantasía y posibilidad que se generan en el espacio red (y en un club, de noche, en la disco), hacen de mi vida, en la que ha desaparecido todo rastro de realidad antigua, una realidad un tanto más triste, pero menos triste al mismo tiempo.

Si realmente queda alguien que piense que, después de todo lo leído, todo lo estudiado, todo lo memorizado y comprendido, todo lo pensado en nuestros ratos de profundo éxtasis íntimo tragando techo antes de dormir, podríamos haber hecho más sin internet… Que deje de leerme ya.

Porque mirad, decir que la “posmodernidad” –entre comillas porque ya a estas alturas es un significante vacío – es “la ideología predominante” del capitalismo tardío, estando el fascismo como está, sólo lo puede decir un SEÑOR.

No es que la doctrina del shock esté teorizada ni nada. No es que el capitalismo colonialista y posindustrial vaya de la manita con regímenes conservadores, autoritarios y bélicos que se establecen exacerbando  el miedo a lo diferente. No, el problema es la POSMODERNIDAD, claro.

¿Qué es la “posmodernidad”, aparte de un hombre de paja de dimensiones gigantescas, una distracción de diseño como la “corrección política”? ¿Cuántos años de estos indignados por la “división y mercantilización de la identidad obrera” podrían definirla?

Todo este discurso es retórica subliminal neoconservadora y no sé si sus defensores terminan de ser conscientes. Les pones la zanahoria delante y ellos se llevan la zanahoria, el palo y lo que haga falta con tal de no sentirse irrelevantes, y que sus pactos sigan intactos.

Además, obviar a los miembros adscritos a esa “posmodernidad” implica ignorar a su vez propuestas y respuestas posibles a las problemáticas de un mundo nuevo y la probabilidad de estas de subvertir el propio sistema del que se quejan tanto.

Vivir nunca fue una sucesión de patetismo acontecido, un montón de esperanza inconclusa con final siempre inesperado pero dicho, la muerte. Y te lo dice alguien que acaba de recibir una notificación de Infojobs: alguien ha leído mi aburridísimo currículo y no tardará mucho en descartarme.

Todo discurso que critique el “exceso” de autorepresentación del individuo en internet, sin hablar de cómo el marco neoliberal invisibiliza y erosiona la impresión de existencia y la identidad en la vida fuera de la red, es ridículo y viejuno.

Añado más: Quejarse de que internet favorece el individualismo y la cultura del ego, obviando su potencial en la creación de colectivos, es seguirle el juego a un sistema offline que destruye tanto al individuo como a la comunidad. Porque la potencialidad de crear colectivos en un espacio donde te agrupas únicamente por lazos de afinidad, gustos y emociones – sin edad, ni clase, ni lugar de procedencia – es increíble.

Me pilla bastante cansada esto de vivir en esta transición tecnológica en la que algunos no hacen sino añorar un mundo antiguo al que ni siquiera pertenecieron, mientras otros nos damos de bruces defendiendo un mundo virtual que nunca fue nuestro.

En un sistema en el que la vida laboral nos determina hasta la definición, en un sistema en el que la vida laboral nos borra los nombres, los cuerpos, los rostros; la imagen, el selfie, la foto, la autorepresentación no es más que un tierno y necesario reclamo de existencia en el que además hay creatividad.  

Pensadlo bien: Ya no nos compramos espejos para mirarnos en ellos sino para hacernos selfies guapísimos. Hay una evidentísima traslación del sujeto que deja de mirarse a sí mismo para enseñar una representación de sí mismo a esa parte de su propio mundo que puede controlar, más o menos, su realidad virtual.

Me interesan más las vidas de aquellos a los que admiro que las obras de las que nace mi admiración. No puedo evitar pensar en que Simone y Sartre emprendieron un camino hacia la reconstrucción intelectual.

El siglo XX abrió la veda: el intelectual es consciencia de clase, la encarnación del pueblo, el individuo que padece por la masa.

En mi, probablemente, muy enajenada cabeza, esto cobra sentido hoy con la aparición de figuras públicas que desacralizan la idea de intelectual, de institución. Es decir: El intelectual viene de la calle. La universidad no te da lo que te hace falta, que son Herramientas para Sobrevivir.

Esta es mi más humilde manera de explicar la pasión que siento con respecto a todo lo que emerge de la cultura urbana. He aprendido más de la música de taraos que de muchos libros consagrados.

Advierto también en nuestra generación la culminación de un proyecto de identidad cultural de resistencia intelectual y política que, fracasado pero exitoso, ha dado lugar al carácter de desentendimiento institucional, político y social al que asistimos.

Para mí, nuestra generación efectúa un “no puedes luchar contra aquellos a quienes no les importa morir” o bien “no puedes luchar contra aquellos que ya están muertos”. Y, una vez más, en mi enajenada cabeza, esto cobra sentido al comprender la imperante necesidad que Nietzsche siempre manifestó como “necesidad volitiva para la vida del hombre”: Devolver la tragedia a la integración de la identidad moral humana, vivir con el dolor y con el horror con tanta aceptación como con sus opuestos.

Por eso, no puedo evitar pensar que somos una generación que oscila violentamente entre la desesperación y la esperanza casi mágica. Que envejecer, por fin, no es una cuestión corporal. Que uno envejece de agotamiento. Cansado de esperar esa vida laboral definitiva, definitoria que nunca llega, ni llegó, ni llegará.

Podrán quitarte la dignidad, obligarte a sucumbir por unos trescientos, esos papeles tan poderosos. Pero jamás podrán quitarte el rencor, el odio, la pena, el caudal de palabras que brota de un enfado cojonudo. Eso tiene que ser mágico.

Porque el neoliberalismo te sugiere que llames crítica constructiva a la violencia estructural.

Y QUE SONRÍAS.

Así, intento imaginar un futuro post- apocalíptico en el que, condenados al milagro de la hipersensibilidad, hipertextualización, hipercolectividad e hiperdepresión, todos los trabajos desaparezcan. Un futuro post- apocalíptico de revolución en red, en el que destruimos los no-lugares, como forocoches.

 Al fin y al cabo, somos la generación que creó los memes, que registra los mayores picos de ansiedad y que está deseando morirse. Estamos preparadísimos para todo menos para la tranquilidad, en general. Así que lo pasaremos genial en el Apocalipsis.

Sin likes y sin pensiones. Ese es nuestro futuro. Fin.

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