Introducción.

El hombre, cuyo pensamiento etno-religioso deviene maniqueísmo moral y espiritual, el hombre, que haya el mal en sí y en los otros, el hombre, que por su existencia paga un tributo y a su vez goza de la libertad de la elección, el hombre es capaz de elegir la oscuridad, de pensarla, de transmitirla. Pero el mal, elegido o encarnado, como todo mensaje transmitido, tiene que vestirse y atraer al individuo, al común, hacia sí. Para hacerlo suyo, Satán (como símbolo representativo de lo infame), elocuente y bello ángel caído, se sirve de la vieja disciplina de la retórica para vengarse de su derrota primigenia. Y el mal, latente en los actos más aborrecibles, persiste, porque sus emisarios se acercan a los hombres que están sedientos de verdad, de libertad, de alegría, con la palabra que les promete lo intangible.

Extraño, oscuro y fascinante, el mal, subsumido por la condición humana, es uno de los grandes desconocidos de nuestra educación y esencia, siendo algo a rechazar y obviar desde nuestra más tierna infancia, generando en nosotros ese atractivo que confiere lo extranjero a los objetos y las acciones de los hombres. Dicho extrañamiento ante lo desconocido, genera una pulsión hacia esa tiniebla que puja y lucha desde siempre con la luz, y que, por mucho que se crea en un orden necesario de las cosas, vence diariamente e impone su discurso sobre los hombres, hasta el punto de desconocer la fina línea que divide lo reprobable y lo ético.

El tema del mal ha sido tan frecuentado por los derroteros históricos del arte, en todas sus culturas y tradiciones, que cada cronotopo histórico muestra una imagen suya diferente, aunque sigan coincidiendo en numerosos aspectos, sobre todo los más sustanciales referidos a la condición moral del mismo (aunque veremos como desde el Romanticismo los elementos satánicos también pueden atañer a la libertad, la rebeldía y la creatividad).

Así, la recodificación de la simbología y la apariencia de los elementos malignos nos ofrece una vasta muestra de representaciones, que evidencian la tematización de esta entidad y su universalización al ser un elemento central en cuanto a los modelos de sociedad (siempre existe un enemigo, aunque invisible, al que evitar o vencer).

Con la progresiva laicización y desteologización (y por ende desteleologización) de la sociedad occidental, sobre todo a partir de la Ilustración y el esparcimiento del ateísmo con el Romanticismo y las ideas alemanas de Feuerbach, los pensadores marxistas y Friedrich Nietzsche, la imagen de bestia infame y psicopompo que lleva las almas hasta la inmoralidad y malignidad como acto vengativo (idea cristiana, principalmente occidental), va difuminándose, y es el hombre, dueño de sí mismo, el que retoma ese lugar en la materialización representada del mal, a veces con elementos sobrenaturales, y otras veces como hombre mortal que en torno suyo genera un culto o un séquito gracias a su elocuencia, su carácter; en definitiva, su capacidad retórica.

De entre estas figuras contemporáneas, surgen dos cuyas naturalezas son distintas pero cuya capacidad de convicción y sus estrategias y caracteres (incluso físicos) son similares: Kurtz (Heart of Darkness) y el juez Holden (Blood Meridian).

La finalidad de este trabajo es comparar a ambos personajes, siguiendo una línea histórica de las figuras de la literatura universal que condicionan la posibilidad de su existencia y de las representaciones del mal que convergen en el surgimiento de ambos, analizar las estrategias retóricas y los efectos que generan en su entorno, y en definitiva, tratar el tema del mal sirviéndonos de dos de sus figuras contemporáneas más representativas.

El falso profeta; el maligno rhétor.

Todo ser maligno es consciente del estigma que sobre él existe a lo largo de la historia. Alterar el orden, destruir, maltratar… El castigo que suponen estos actos, sobre todo a raíz de la teleología de las religiones del Libro, que confinan al pecador al ocaso eterno, además de las estrategias punitivas del sistema sobre aquel que sobrepase la ley y sobretodo la conciencia social que rechaza a ultranza las acciones inmorales, hacen que para un ser perverso lograr acólitos y apóstoles sea harto difícil. Por ello, deben desarrollar estrategias lo suficientemente articuladas y perfectas como para convencer y mover a su auditorio.

Así pues, los inmorales se servirán de los cánones de la retórica para lograr sus propósitos. Al no poder apelar a razones jurídicas ni argumentos evidentes, la retórica maligna suele tener una serie de características elaboradas que se cumplen con asiduidad. En primer lugar, apelan al sentimiento, ergo son de carácter psicológico, y persuaden por medio de un excelente ejercicio efectista basado en reforzar y mostrar el ethos del orador, dotado de un carácter y un aura atractiva por su magnanimidad o su extrañeza (o ambas cualidades), que imprime en la mente del receptor su imagen y su unicidad completamente sugerente y subyugante.

A su vez, el exordio evidentemente es enhechizante (como el discurso en general), puesto que normalmente promete al receptor unas cualidades maravillosas (Mefistófeles, la serpiente bíblica) o un servicio a una causa mayor y con la que la satisfacción estará asegurada ya que esta causa se vende como la verdad oculta (el Satán de Milton, Ahab); el ejercicio del exordio es magníficamente edificado, dirigido al pathos de los oyentes que abrazarán embelesados o por lo menos fascinados e intrigados la escucha de lo que el extraño ser quiere decirles. Por eso su apariencia nos recuerda a la de un falso profeta que anuncia extrañezas y maravillas; y no sólo por su manera de acercarnos al discurso; el maligno rhétor usa un lenguaje tan desautomatizado, tan bello y extranjerizado (en términos aristotélicos), que no podemos más que centrar nuestra atención en aquello que dice, puesto que no proviene de alguien común.

El ejercicio de atracción retórica por medio de la elocución es evidente. En este caso, además, la oscuridad del discurso no implica un vicio, sino que está al servicio de los ambiguos propósitos que va a intentar convencernos de acatar. Seducidos y persuadidos por la personalidad y la ejecución maestra del discurso, la elocución, el objeto del mismo automáticamente merece nuestra atención, y usando argumentos subjetivos, ornamentados, en ocasiones incurriendo en entimemas (la serpiente ofreciendo el fruto del Edén partiendo de la premisa de que se volverán Adán y Eva como Dios; las falsas acusaciones de Iago…), serán movidas nuestras almas a llevar a cabo una acción o a creer al maligno rhétor.

Por supuesto, no todos los discursos retóricos tienen estas cualidades en conjunto, aunque sí que coinciden en muchos aspectos, sobre todo el del exordio, el ethos y la apelación al sentimiento, elementos esenciales para la persuasión. Deleitando, enhechizando, nos conmueven, seducen y finalmente persuaden para que seamos favorables a su causa inmoral.

En la historia de la literatura vamos a ir observando como surgen estos personajes de forma asidua. Figuras que usan los actos de habla para persuadir, lograr acólitos; sirvientes.

En la Biblia nos encontraremos numerosos casos de propósitos de tentar a las diferentes figuras de la misma, desde los primeros hombres hasta Cristo, pasando por Job.
El más recordado de todos estos episodios es el momento en el que Lucifer, en el libro del Génesis, en forma de serpiente (el más astuto de los animales), tienta a Eva a morder el fruto del Árbol del Bien y del Mal, y ella, persuadida por ese entimema que funciona con la premisa falsa “el árbol te da conocimiento, te hace como Dios”, muerde y comete el pecado originario que condenará a toda su estirpe a una vida mortal alejada del Edén.

En el Paraíso perdido de Milton, volveremos a encontrar este tema bíblico reformulado, con un Satán mucho más complejo, ambiguo, que ocupa un lugar central en el poema, intentando convencer a la criatura cenital de la Creación (la especie humana) de apartarse de Dios, con un poder elocuente magnífico, consiguiendo hacer aparentar sus fines en principio negativos algo positivo por el mero uso de la palabra. Así, convencerá a todo su séquito de querubines, ángeles caídos que fueron de su partida en la batalla celestial, de que se puede seguir la lucha contra el Dios tirano, convenciendo a Eva de morder el fruto.

El uso de la retórica es hasta expresamente referido por Satán cuando enuncia, refiriéndose a la manera de vencer en una supuesta nueva batalla, que “es mejor obrar ocultamente, por perfidia o fraud”. Éste es el poder diabólico: la capacidad de engañar, de convencer a las criaturas para que cumplan sus propósitos. Satán se presenta como un ser terriblemente bello, el más bello de entre los ángeles, y con una fuerza oratoria y una capacidad de convicción superior. El Satán de Milton es un personaje tremendamente complejo en cuanto a su papel dentro del poema (retomaremos el problema miltoniano cuando expliquemos el papel romántico de Satán), pero lo que están claras son sus dotes retóricas, propias de un ser más allá de lo humano.

Otro demonio, esta vez de grado menor, Mefistófeles (aunque algunos ven en éste al mismo Satán), es el que encarna el mal en las obras de Marlowe y Goethe Doctor Fausto y Fausto respectivamente. No hace sin embargo un ejercicio de elocuencia retórica excesivamente complejo. El argumento retórico aquí se basa en un trueque consistente en intercambiar el servicio y conocimiento de Mefistófeles por el alma de Fausto, pero es un excelente motivo el del deseo de sabiduría y el poder que le aportan a Fausto el tener al lado al diablo, lo cual compone una argumentación retórica convincente, sin considerar Fausto las desmesuradas consecuencias que ello conlleva. También es interesante la intervención del Ángel Malo en la obra de Marlowe con respecto a su componente altamente retórico; seduce a Fausto con la siguiente sentencia: “Sigue adelante, Fausto, en ese famoso arte donde se contienen los tesoros de la naturaleza. Sé tú en la tierra como Jove es en el cielo, señor y jefe de todos los elementos”. Una argumentación convincente para Fausto, que lo que anhela es conocimiento y poder.

Es evidenciable la presencia recurrente de la figura de Satán, Lucifer o cualquiera de sus querubines demoniacos en obras literarias y artísticas como personajes cuya oratoria y palabra es capaz de conmover y enhechizar al que recibe su visita; pero no será sólo potestad del Maligno el arte de la retórica.

Hayamos folklore, cuentos populares, y personajes carentes de entidad mitológica, religiosa o sobrenatural en toda la literatura moderna, que son capaces de incitar a los hombres a la acción inmoral, así como legitimarla, o convencerlos para servirles de forma fiel. Iago, y sus pérfidas habilidades de persuasión (al que Bloom, en su obsesión shakesperiana, compara con Holden); el Don Juan (en todas sus versiones), mito literario de evidente capacidad retórica de seducción y extorsión, de carácter altanero y pretencioso, pero a la vez de gran belleza y capacidades locutivas; el capitán Ahab, capaz de dirigir a su tripulación, ataviado con su misteriosa y subyugante aura, hasta las bocas de la ballena o leviatán Moby Dick, convenciéndoles de la grandeza de su misión, aunque inevitablemente les llevará a la perdición (más tarde veremos las semejanzas entre el monstruo y Holden); Humbert Humbert, capaz de, con su lenguaje retórico de tintes claramente poéticos, imbuirnos en la lectura de sus inmorales obsesiones pedófilas.

Estos son sólo unos ejemplos de personajes universalmente conocidos que ejecutan un discurso que hechiza al receptor, lo engaña, lo somete.

En la cultura popular, estos personajes se multiplican en películas, videojuegos, series… Todo personaje que encarna esa figura, remite a la imagen del rhétor elocuente que tenemos de Satán: lo vemos en personajes como Hannibal Lecter, Walter White, el emperador Palpatine, el payaso Pennywise (It 1990) el Joker, Noah Cross (Chinatown 1974), por poner ejemplos variopintos. Algunos parten de novelas, como Lecter o Pennywise; o del mundo del cómic, como el Joker, pero son adheridos al imaginario colectivo por medio de sus memorables representaciones cinematográficas, y por eso he optado por situarlos en este apartado.

También encontramos un caso de retórica maligna, pero adherida al discurso dominante de una realidad opresiva, incoherente, castrante, establecida, censora e incomprensible, en numerosas novelas del s. XIX y XX, sobre todo a raíz de las críticas al sistema social desde las teorías marxistas, el existencialismo, la literatura distópica, el absurdo o las teorías críticas propias de la escuela de Frankfurt.
Aquí, el funcionamiento de la sociedad se sustenta en una retórica basada en la lógica deóntica que confiere al poder establecido la potestad de la verdad y la ley, siendo su discurso necesariamente obedecido para coexistir en dicha sociedad.

Lo encontraremos en El Proceso de Kafka, donde Josef K. tendrá que defenderse de algo que desconoce, acusado y sentenciado sin posibilidad de evitarlo, lo que deriva en su muerte.

Observamos cómo se cumple el destino de la sentencia por el mero poder retórico de la autoridad.

En La náusea de Sartre, la existencia es vista como contingente y por ende angustiosa, siendo el hombre el único que puede dotarla de sentido, cuando en realidad está circundado por una estructura de la realidad sustentada en valores y sentidos enunciados por el poder retórico del orden y la ontología establecidos, con los que Roquentin se encuentra en desconexión.

En El Extranjero de Camus, en el que su entorno le es indiferente a Meursault, que está completamente desligado de una sociedad que padece de la individualización y apatía de sus ciudadanos al conferirles un modelo de vida alienada y ordenada en función de las convenciones impuestas.

En Niebla de Unamuno el poder establecido es metaliterario, puesto que es el creador de la obra, el propio Miguel de Unamuno como personaje, el que tiene el poder autoritario sobre su propia obra, consiguiendo que lo que ocurra en su interior no escape a su control; esta original premisa nos pone frente al problema angustioso del destino y la teleología de nuestras vidas, muy propia del pensamiento cristiano pero en cierto modo siempre escéptico unamuniano. La retórica del poder dominante es tan potente que se antoja irrechazable, limitadora y opresiva.

Es el poder de un discurso sustentado por una gran argumentación histórica y pragmática, que sitúa al individuo en una posición marginal al no aceptar su libertad, sino haciéndole contingente y determinado de antemano. Estas cualidades se observan perfectamente en las distopías literarias del siglo XX, como Nosotros de Zamiatin, 1984 de Orwell, Un mundo feliz de Huxley o Fahrenheit 451 obra de Ray Bradbury.

El potente ethos del emisor, que es el poder fáctico, hace de este concepto del discurso organizador de la sociedad como algo retórico una interesante piedra de toque que sin embargo no podemos abordar con extensión, ya que nos estamos centrando en oradores concretos, así como figuras literarias que puedan servir como ejemplos del tema literario que estamos abordando aquí, el del maligno rhétor.

Hemos visto una serie de ejemplos de figuras viles que ejecutan una elocuente digresión y argumentación ante la que se ve subyugado y atraído el receptor, y hemos intentado mostrar la semejanza entre las estrategias y las ambiciones de estos personajes.
La relación de Kurtz y Holden con ellos podremos extraerla de esa tematización que se va formando con la proliferación de estos personajes.

 

Satanismo romántico, la rebeldía.

Pero Satán no es siempre visto como imagen de un ser maligno cuya especificidad sea la inmoralidad. La recodificación romántica de los valores humanos en busca de libertad y rebelión, así como el perpetuo interés de esta corriente por los seres más apartados de la sociedad, hacen que la fijación satánica sea una natural característica del decisivo movimiento artístico, y posteriormente se siga perpetuando dicha admiración.

Blake, por ejemplo, en su “Matrimonio del cielo y el infierno” habla del gozo eterno que es la energía que surge del cuerpo, y todo esto Satán lo ofrece y Satán lo augura, como escribe en la roca un diablo: “¿No sabes que cada pájaro que surca del aire los caminos es un inmenso mundo de deleite, encerrado por tus cinco sentidos?”

Sentencias hedonistas, alegres, y rechazo a las imposiciones castas y resentidas de la religión, nos harán amar el fluir de la realidad, de forma similar a la del Superhombre de Nietzsche, aunque Blake nunca llegue a negar a Dios sino a las interpretaciones imperantes de la Biblia y la doctrina eclesiástica. La influencia de Milton es patente, hasta el punto de que reinterpreta su obra, atribuyéndole a Satán un papel mesiánico en la obra épica, afirmando que Milton fue un partidario del diablo sin darse cuenta de que lo era.

Esta visión romántica del diablo como rebelde, explorador y conquistador de libertades y profeta del placer de los sentidos, opuesta a la figura patriarcal y autoritaria de Dios será repetida en el romanticismo. Shelley dirá: “El demonio de Milton, como ser moral, es superior a su Dios, como aquel que persevera en un propósito que ha concebido como excelente, a despecho de la adversidad y de la tortura, lo es a otro que en la fría seguridad del triunfo indudable, infringe a su enemigo la más temible venganza, no con la equivocada idea de inducirle al arrepentimiento de su maldad, sino con el firme propósito de exasperarle para que merezca nuevos tormentos”.

Estas reinterpretaciones del Satán de Milton no son puntuales, así como la influencia de la figura del Satán rebelde y símbolo del libertinaje no es pequeña.

Resuenan en Baudelaire estos cantos románticos, que en su poema Las flores del mal nos mostrará una visión aún más cercana al satanismo. La belleza que le confiere a Satán, su anhelo de contacto con él, la melancolía que suscita la figura del Maligno en la obra satánica; sus poemas son bellas flores del cadáver exquisito que es Satán para el poeta francés: así, generará multiplicidad de formas y caras, el Diablo será, efectivamente, Legión.

Ofrece Baudelaire el Cielo a la raza de Caín, reclamando que desbanque a Dios (Abel y Caín), y posteriormente pide a Satán su piedad, alabándole y agasajándole como a una deidad en sus famosas Letanías de Satanás. Baudelaire es una de las culminaciones de la corriente romántica de alabanza al Maligno, a su belleza, a su idiosincrasia rebelde, lúdica y también nostálgica y omnisciente.

Hace Sartre una analogía entre el niño que juega, que se rebela y entre Dios y el padre, una analogía que bien nos puede servir para enfatizar esa huida demoniaca del mundo prosaico que rodea al hombre: en su rebelión, el niño/Satán hace consagrar su unicidad. “En cierto sentido, crea: hace aparecer en un universo en el que cada uno de los elementos se sacrifica para concurrir a la grandeza del conjunto, la singularidad, es decir, la rebelión de un fragmento, de un detalle. De este modo se ha producido algo que no existía antes, que no puede ser borrado por nada y que en modo alguno se encuentra preparado para la economía rigurosa del mundo: se trata de una obra de lujo, gratuita e imprevisible”. Con ese fragmento nos queda más clara la visión positiva de Satán como ente rebelde y libre: “la profunda libertad de Dios desaparece desde la perspectiva del hombre, ante cuyos ojos es libre Satán”.

Con todo este trayecto, queremos mostrar la herencia que aprehenden Conrad y McCarthy, y que integran en las obras cuyos protagonistas vamos a diseccionar, infiriendo y adelantando ya las cualidades retóricas y demoniacas, seductoras y enajenantes, así como rebeldes, lúdicas, subyugantes y ambiguas de las que estos dos titanes del mal son representaciones y actualizaciones modernas.

Kurtz, el amoral ídolo reflexivo; Holden, paradigma del mal.

Y hemos llegado al vórtice de nuestro trabajo.

El acervo cultural que reciben y del que beben tanto Conrad como McCarthy deriva en una reconfiguración del trillado tema del rhétor malvado. Dicha reconfiguración, primero la del polaco, y posteriormente, y obviamente influida por ella (también por la magnífica Apocalypse Now), la del de Rhode Island, nos muestran dos figuras paradigmáticas dentro de este gran grupo de personajes malignos.

Kurtz.

Kurtz es un comerciante de marfil en África (presumiblemente en el Congo Belga) de finales del siglo XIX, que traiciona los mandatos de su compañía y se queda en la jungla, en su estación comercial, generando, con su superioridad técnica e intelectual; su don retórico y una capacidad de hablar brillantemente educada, un culto entorno a su figura por parte de los nativos y las tribus indígenas. Su potente y profunda voz, sus lecturas poéticas, su apariencia deífica, derivada de ese ethos mesiánico y oscuro, genera una influencia subyugante en su auditorio, conmovido por una fuerza casi sobrehumana, una elocuencia que aparenta ser bendita o demoniaca, un poder de convicción que le hace ser más que humano para sus acólitos.

Su talento para la seducción y el sometimiento llega hasta tal punto que sus seguidores, que no hablan su misma lengua, en el momento en el que la compañía se lleva en el barco de vapor al agonizante Kurtz, ataviados con ropajes de tintes infernales gritarán “todos juntos sartas de palabras asombrosas que no tenían ningún parecido con sonidos de un lenguaje humano” siendo sus profundos murmullos “como las respuestas del coro de alguna letanía satánica”.

Es curioso cómo ante este hecho, el propio Kurtz sonría afirmando que entiende todo aquello. “Aquello” no refiere al lenguaje en sí, sino a toda la acción de veneración y éxtasis que se observa en estas trágicas y anhelantes súplicas reclamando la devolución del ídolo; eso es lo que comprende Kurtz, pues él es el creador de ese culto.

En su nombre, se asesina de forma aleatoria y atroz, se le sirve, agasaja y rinde tributo; Kurtz se vuelve un aleatorio déspota adorado por su brillantez retórica y enhechizante apariencia y elocuencia. Una deidad maligna, arbitraria, a la par que ambigua, oscura, compleja; el comerciante, ya convertido en rhetor tenebroso, logra que las almas rudimentarias ejecuten una danza embrujada en su honor valiéndose del hechizo y el terror, y es que su retórica ya no es sólo útil por su elocuencia y apariencia, sino por los horrores que aplica a todos aquellos que no le sigan. Dicho poder punitivo, similar al de las sociedades descritas por los existencialistas y las distopías, aumenta el halo que circunda al esquelético gigante.

Su poder retórico es tal, que incluso sin haberse puesto ante él, Marlow ya se halla completamente obsesionado por el hombre al que buscan.

No sólo por las continuas apelaciones a su figura, sino por el hálito de misterio que engloba para Marlow la retirada a la jungla, ese “volver la espalda a la oficina central, al descanso, a la idea del hogar, tal vez; dirigiendo su mirada hacia las profundidades de la selva” como narra el protagonista de la novela nada más comenzar la segunda parte de la obra. La salida de la polis, el abandono de la coherencia, ese extraño gesto que encierra tantas posibilidades y misterios, hacen de la perspectiva de escuchar esa dotada voz, una pulsión incontrolable para el hombre corriente.

Posteriormente, además, Marlow contraerá una suerte de deferencia hacia él, aun siendo consciente de lo inmoral y demente de la actitud kurtziana, que le llevará a, como dice él, serle fiel, completamente marcado y afectado por su experiencia claramente extraordinaria. No es fiel en su seguimiento, sino en ese enajenamiento que produce su voz, su poder, que le conmueve enormemente, y en esta conmoción, obsesionado y con cierto aire pesaroso, como evidencia su primera sentencia; “y éste también ha sido uno de los lugares oscuros de la tierra”, propagará su palabra y la experiencia concomitante.

Así de hondo ha calado Kurtz en él. Su actitud satánica en el sentido del apartarse de toda realidad y moral, ha hecho ver a Marlow esa completa aprensión para con la vida, puesto que lo que lleva a Kurtz a tomar esta decisión es el horror de la existencia, el horror de la condición humana, hasta el punto de, en un acto ambiguo y complejo, escribir “¡Exterminar a todos los salvajes!” o en otras traducciones “¡Exterminad a todos los salvajes!”.

Pero se nos antoja una pregunta: ¿quiénes son esos salvajes?

Marlow no puede olvidarlo, la impronta de su persona ha quedado grabada en su modus vivendi para siempre, y arrastra esa pesadumbre, esa melancolía que Kurtz profesó y le contagió, la idea de que el alma humana es un erial terrorífico (lo observamos cuando Marlow recuerda, refiriéndose al episodio de su muerte y sus famosas últimas palabras: ninguna elocuencia hubiera sido capaz de marchitar la propia fe en la humanidad como lo hizo su explosión final de sinceridad), hasta el Támesis, que “parecía conducir hacia el corazón de una inmensa oscuridad”.

La actitud de Kurtz siempre se nos antoja complicada de asimilar, puesto que aunque su tristeza y pesadumbre, su mesura y reflexión nos lo muestran como alguien introspectivo y cauto, sus acciones, en la obra todas contadas por terceros, nos ofrecen una condición inmoral, arbitraria y en muchas ocasiones cruel, cercana al satanismo, lo que nos da una imagen más del tamaño de la idiosincrasia tan extraordinaria del personaje.

Las referencias a la estética de culto que en torno a él se forma, rica en cuernos, pieles sarnosas, plumas negras, hogueras… son una muestra de toda la complejidad del personaje, capaz de vivir rodeado de eso y querer comunicarlo al mundo: la sed de transcendencia es una de las razones de la melancolía de Kurtz, que necesita hacer de Marlow un apóstol que transmita su palabra. Y Marlow, subsumido por la naturaleza de Kurtz, afirma que éste verdaderamente tenía algo que decir, ante una vida vacía, una “bufonada”.

Hay un factor importante en todo esto, y es la consciencia de la existencia de un juicio sobre él, juicio que él repele, rechaza, aborrece; él necesita que el mundo sepa que no es el mal lo que ha cometido o el fin de sus actos. Sin embargo su propio alma al aceptar la existencia de una otredad moral, del concepto del bien clásico que se opone a sus acciones, entra en colisión y en conflicto, enloquece, y genera un cisma que es incapaz de flanquear, un cisma que le lleva a reafirmarse excediéndose, queriendo comprender lo que concibe como la belleza y genialidad de sus actos.

Kurtz es un rhetor que afecta y convence a los demás estando él mismo en perpetuo conflicto. Quiere llegar a algún punto superior por medio de esa transmutación de todos los valores, pero sólo llega al umbral, como reclama suplicante ante la inminencia de su confinamiento. De ahí su reflexión anexionada a su demoniaca crueldad y amoralidad.

Eso le hace humano. La duda. La reflexión. Y eso también le hace inolvidable.

La huella del recuerdo acompañará a Marlow, no pudiendo emanciparse de ella; y a nosotros la extraordinaria extranjerización de sus actos, de sus palabras, de sus nociones, nos hace entrar en ese hechizo y preguntarnos, fascinarnos y tratar de comprehender las palabras y las razones de Kurtz.

Esa es una más de las habilidades seductoras del calvo comerciante de marfil; ese atractivo que emana de su ambigua, oscura, extrema y excitable persona, un carácter complejo, una afectación a los sentimientos del prójimo que le hacen un maestro del arte retórico, un discurso poético, educado, magnífico; todo al servicio de un hombre en busca de lo más profundo de las tinieblas, lo más profundo de la condición humana.

Holden.

El juez Holden es la culminación de la figura del rhétor maligno. No hay ninguna grieta en su compleja perversidad, todas sus acciones van dirigidas al mal, en un ciclo eterno de masacres y terror. Su maldad no conoce límites, debido a algo que le diferencia de Kurtz: no siente ningún tipo de culpa, no tiene conflictos internos, carece de preocupación ante todo pensamiento adverso y con su sonrisa eterna, macabra, abraza el mal como un alegre niño que juega al juego que desea.

Por esto podríamos decir que Holden es una suerte de malvado Superhombre. Alguien que acepta toda maldad, la abraza, la ejecuta, danza sobre el mundo un macabro baile hasta el fin de los tiempos, repudia el ayer, la otredad, sólo admira y vive para sí mismo, satisfaciendo sus deseos, llevando a cabo todo aquello que, con su extraordinaria voluntad de poder, es capaz de hacer y que repetiría en el caso de vivir infinitas veces.

Holden ama la guerra, la confrontación, el juego deífico que implica el azar que es la reyerta; para él la pureza de lo dionisiaco que se encierra en la guerra, el baile, la sexualidad y la destrucción es la esencia del mundo, es el verdadero Dios al que sirve, el absoluto y eterno fluir del mal en la Tierra.

Y en su vitalidad poderosa, pura voluntad de poder, este semidiós arrastra consigo a un séquito que le sigue en su amoralidad, puesto que su superioridad intelectual, de dicción, su conocimiento profundo y sobrenatural de múltiples disciplinas que le dota de una aparente omnisciencia, seducen y conmueven a hombres de toda especie y condición, desde iletrados, analfabetos y violentos mercenarios, hasta antiguos curas.

Su extraordinaria y poética oscura capacidad de habla, su terrorífica pero subyugante apariencia, midiendo más de dos metros, enorme, monstruoso, sin vello en todo su cuerpo y albino, refuerzan ese ethos del que hablamos continuamente en este trabajo.

Además, la voluntad de poder de la que hablamos le confiere ese convencimiento propio que dota al discurso de una capacidad de penetración necesaria para propagar la palabra y afectar al auditorio.

Al juez podríamos considerarlo una deidad demoniaca, dadas sus numerosas cualidades sobrehumanas: no duerme, no se cansa, no envejece, es omnipresente, lo que inferimos de varios hechos: llega a afirmar que ha estado en todas partes y, no sólo eso, cuando persigue al Chico (antihéroe central sin más nombre que el de un tipo humano) por la árida cañada seca llena de cadáveres de animales, parece estar a cada instante en un lugar diferente. Además, a todo esto añadimos la citada omnisciencia.

Su incomparable capacidad de persuasión, sus proféticas vislumbres, las constantes premoniciones referidas sobre él y sus futuras acciones (la malabarista convertida en bruja en trance refiriendo a los males que recibirá la compañía y en concreto el Chico; viejos en las tabernas, que afirman que entre ellos “hay otro caballero y creo que nadie puede escapar de él”, el ex cura dudando acerca de si es Holden una maldición…), su pasión por la guerra… todo esto nos acerca a una entidad fascinante, complejísima, que se sienta y actúa como un icono al que adorar; todos sus gestos dirigidos a los demás van destinados a enhechizarlos o a legitimar sus acciones para poder eliminar los estigmas que existan sobre él y pueden alejar a sus sicarios de su persona/daímon.

Las extrañas profesiones de veneración que en ocasiones muestran habitantes de pueblos al juez y su séquito nos vuelven a demostrar que su atractivo y presencia, junto con la del acólito grupo de serafines que le siguen, se traducen en adoración o muestras de respeto e hiperbólica alegría a su alrededor. Son todo recursos que engrandecen su figura: las connotaciones divinas de su figura son constantes. Sólo suma a las mismas el hecho de que en otros pueblos se anuncie su llegada con días de antelación y todo quede vacío debido al terror que promueve y cala en las entrañas de una población que sabe del sadismo y la crueldad de un grupo que busca con ahínco y pasión esas masacres que acometen durante meses por tierras mexicanas, sin distinguir entre sexo y edad.

Y curiosamente todas las masacres se inician por el juez, ya sea empezándolas personalmente o legitimándolas según una ley que se nos antoja misteriosa, más allá de lo terrenal.

Del grupo siempre se habla en tercera persona del plural a la hora de actuar en las masacres, en los poblados. Sus relaciones internas en el desierto y entre masacres se describen como digresiones y diálogos entre individuos, pero a la hora de acometer las atrocidades son Legión, un solo cuerpo, un solo fin. Completamente subsumidos por la identidad del juez, sus secuaces cometen en nombre de todo un grupo las brutalidades que él abraza y desea.

Todo el atractivo de su omnisciencia y casi demiúrgico poder le circundan en un aura tal, que ni sus actos pedófilos ni sus constantes apologías de la guerra y la muerte le apartan del embeleso y la obediencia que profesan la mayor parte de sus acólitos.

Ni siquiera Glanton, el jefe en teoría de la banda, puede contra él, y acaba siendo un servidor más de sus decisiones tiránicas, aleatorias y brutales.

Me parece fundamental hacer hincapié en la perpetua felicidad de Holden. Su indolencia, su amoralidad, reside en ese aspecto de su identidad que le permite hacer todo porque es lo que él desea sin temer al juicio de nadie. Él es su propio juez, porque es poderoso, no débil, ni compasivo; no hay una sola grieta en su personalidad, que es persistente en sus actos porque es lo que él voluntariamente desea y persigue.

Es una diferencia con respecto a Kurtz que deriva de la raíz de su diferente idiosincrasia: Kurtz se transforma en maligno rhetor, mientras que Holden es el ejemplo paradigmático del mal, éste hecho carne.

Holden no concibe otredades morales, para él no existen los juicios de valor, él es el juez de algo mucho más profundo y oscuro, es juez de las sociedades, él es la guerra; quien decide quién vive y quién muere.

Es necesario hacer ver que en su primera aparición el juez ya niega el poder divino. A un reverendo acusa de pedofilia y zoofilia de forma falsa, riéndose de la moral y de Dios. Es de resaltar que éste, aterrado ya augura que “Es él […] Él en persona. El diablo. Aquí lo tenéis”. No le importa ofrecer a niños caramelos con claras intenciones pedófilas delante de la figura de Cristo, al que se describe como pobre figura de paja con la cabeza y los pies tallados, y es que la presencia real de uno de los seres más diabólicos que ha dado la literatura es tan poderosa que ridiculiza todo icono ajeno.

Las descripciones de cuadros oscuros a lo largo de la novela son numerosas, con claras referencias al averno y a sus criaturas; sin embargo, la frialdad y la aparente indiferencia tan cruda que caracteriza a McCarthy cuando describe las masacres y los actos más infames, nos ofrece la normalización del mal, puesto que la novela desde que comienza hasta que acaba es una epopeya de lo maligno, de lo terrible. Y aun así no deja de ser estética.

El juez proclama que no morirá nunca y matando al último de su banda, al Chico, el único opositor real influido por el ex cura y a la vez el único superviviente de toda la locura indómita de la que es partícipe pero objetor, de la que logra huir por decisión propia; al eliminar esa moral compasiva que este ser maligno desprecia por débil, acaba con su trabajo tanático, con su obra dionisiaca y satánica, y vuelve a empezar, sin una sola arruga, veintiocho años después, su ciclo de masacres rodeado de un nuevo séquito. Porque el juez nunca duerme, porque el juez no morirá y es el favorito de todos los que participan en esa danza macabra, en la que da piruetas imposibles, como un chivo que trota alegre sobre la sangre que sigue a sus actos.

Ese párrafo final, que engloba todo lo que el juez es o se nos antoja que es, de belleza terrible, de inaprehensible maldad, acaba en presente simple; porque el juez estará eternamente ejecutando su danza, porque él es el malvado Superhombre, por encima de toda moral y toda compasión.

Su albinismo nos recuerda a Moby Dick, el gran Leviatán que parece inmortal, dionisiaco, destructor; que obsesiona al hombre (Ahab en concreto), y le atrae irremediablemente, condenado a morir en sus fauces como muere el Chico en el abrazo del perpetuamente dichoso juez Holden.

Bloom a su vez lo relaciona con Iago, como ya hemos comentado, pero no me parece una comparación justa, ya que Iago actúa por codicia y envidia, mientras que Holden actúa con gozo puro, como un niño, puesto que el mal es lo que él es, lo que representa y adora (recordemos que para él lo más puro, lo más bello es la guerra); Iago todavía no ha superado la fase del camello que rechaza y repudia, mientras que Holden ya ha llegado a ser el niño. Nos recuerda su alegría e indolencia a la de Falstaff (así como cierto parecido físico); bebe del Kurtz de Francis Ford Coppolla, en su oronda y gigantesca figura (encarnada por Marlon Brando), así como del Kurtz original por todas las similitudes que podemos adivinar entre ambos a la luz de este trabajo; hereda la complejidad y brillantez retórica del Satán de Milton, y enhechiza por su extraña y atípica deífica figura.

La danza de Holden, como la danza de la que versa el Zarathustra, es una búsqueda del conocimiento, del significado tras acabar con los valores de la tradición del resentimiento; un conocimiento diferente al del Superhombre, pero similar, puesto que uno busca en la guerra como lucha verdaderamente física la belleza y la pureza con la que destruir la realidad viviendo acorde a su voluntad bélica y demoniaca, y el otro busca en la guerra como idea una manera de confrontar los valores morales para alcanzar la pura alegría de vivir acorde a la voluntad de poder.

Ambos se ríen de los valores tradicionales y de las tibiezas morales y débiles, pero el Superhombre nietzscheano no busca la muerte y la guerra como móvil, mientras que para Holden representa un nuevo Dios; y puede que él mismo encarne ese Dios. Holden cree en la guerra, en la danza maldita; el Superhombre cree en su voluntad y el eterno fluir de la existencia que es dionisiaca. Así, la voluntad holdeniana tiene una teleología bélica y destructiva, mientras que la voluntad de poder que define al Übermensch no tiene por qué ser teleológica, sino dionisiaca y capaz de aceptar como un niño alegre, continente capaz de aceptar todo contenido, todo aquello que los que Nietzsche considera representantes de la escuela del resentimiento (Sócrates y Cristo) rechazaban. Controlar las pasiones, profesar un ascetismo cristiano; el Superhombre debía ser capaz de superarlo y derrocar estos presupuestos morales, pero no buscar en la guerra y la destrucción su causa.

Holden es, a mi modo de ver, la culminación de un proceso de evolución literaria del tema del mal como ente retórico y seductor, una suerte de Superhombre malvado, capaz de arrastrar la vida de los demás con su voluntad de poder en su paso sobre la Tierra. Sobrenatural, terrorífico y lo más perturbador de todo, filosófico y en dicha eterna, Holden es tan extraordinario y complejo como aberrante y aborrecible.

A modo de conclusión.

Observamos semejanzas y diferencias entre ambos personajes. Son evidentemente dos poderosos elocuentes capacitados y versados en el arte retórica, así como expertos en diferentes disciplinas y profundamente cultos y reflexivos. Todas sus condiciones y características extraordinarias las ponen al servicio de un fin oscuro, el de llevar a cabo actos inmorales y lograr la persuasión de su auditorio para legitimarlas y lograr su participación en ellas. Su lenguaje poético, su elocuencia, su potente voz, penetrante en ambos dos, nos llevan a establecer una analogía que se sustenta en muchas más facultades: ambos tienen un carácter, un ethos que atrae irremisiblemente a los hombres, haciendo de su atípica presencia un arma retórica más. Ambos son capaces de usar su poder y su influencia terrorífica para conseguir sus propósitos. Apelan a los sentimientos de los demás mostrando que sus nociones y conocimientos son verdaderamente trascendentes, aspectos que transmutan la vida y las nociones para siempre, en pos de una pureza y una vitalidad dionisiaca subyugadora.

Además, las similitudes físicas son reseñables: tanto Kurtz como Holden son calvos, de una altura excepcional, superior a los dos metros y aspectos terroríficos. Kurtz parece la parca, mientras que Holden parece un leviatánico y monstruoso ser, inspirada su figura claramente por Moby Dick.

Sin embargo hay también numerosas diferencias que creo han quedado claras.

Primeramente, Kurtz vive atormentado por un cisma continuo, al haber mirado dentro del alma humana y encontrarse con un conflicto indisoluble, probablemente inenarrable, que le ha llevado a tomar la decisión de huir de la polis para refugiarse en la jungla, y gracias a la extorsión moral a la que somete a los indígenas congoleses, formar a su alrededor un culto hacia su persona con una estética y unos valores determinados, de tintes claramente satánicos. Es el heraldo de una religión entorno a sí, derivada de una superioridad intelectual y de una identidad poderosa que le hace seducir las mentes tanto de los indígenas como de varios angloparlantes no precisamente analfabetos.

Su angustia y melancolía son parte más de su atractivo y de su ambigua y compleja figura, que se excede en busca de algo que parece no alcanzar. Una verdad oscura que nunca podremos conocer, pero cuya búsqueda y obsesiva referencia hace a Marlow quedar en perpetuo recogimiento, sin poder borrar esa impronta dejada en él.

Kurtz anhela trascender, penetrar, llevar sus ideas, que cree necesarias, al mundo. Por eso le da su diario a Marlow, y por eso sufre tanto ante la inminencia de su detención, por no haber podido llegar a la verdad anhelada. Reconoce la existencia de otra moral que le marca y le rechaza, y eso le importa realmente, porque él es un hombre mortal y ha vivido rodeado de esa moral.

Holden sin embargo, vive dichoso, jocoso, gozoso. No le afectan ni los juicios ni las opiniones; actúa ciegamente seguro de sus deseos amorales y terribles. Cuando persuade lo hace porque está en su idiosincrasia la capacidad de extorsión para servirse de un séquito a la hora de ejecutar su terrible danza de la guerra, porque esa es su voluntad. Juega, asesina, ríe y viola sin ningún tipo de remordimiento, porque es la versión malvada del Übermensch, que busca la guerra como una deidad a la que servir y que representar.

Su trascendencia no le importa, busca el conocimiento en lo dionisiaco, en el bailar y el matar; el ayer, el mañana o los otros son contingentes para sus deseos, para su terrible poder. Es una perfecta síntesis del mal que sobrepasa todo lo imaginable, haría todas sus vidas esos actos y así bailaría eternamente sin dormir ni morir.

Holden no es un hombre mortal, o al menos eso nos denota la novela; es el verdadero mal y el más perfecto paradigma del mismo, una deífica representación de la perversión y la perfidia más terrorífica.

La moral no le importa porque le es tangencial. Las figuras representativas de la moral cristiana (moral cristiana como símbolo maniqueo del bien) son motivo de risa e injurias por su parte.

Holden es, pues, como ya hemos dicho, la culminación de esa figura del rhetor maligno.
Pero es a su vez muchas más cosas, cosas innombrables que se encuentran sólo en el verdadero corazón de las tinieblas.

Después de este análisis extenso del tema del mal como ente retórico y persuasivo, de sus figuras centrales, de sus motivos más repetidos y de la comparación de dos de los personajes contemporáneos que mejor lo ejemplifican, nos quedará ofrecer nuestra conclusión.

La tiniebla pujará siempre con la luz en esa eterna intangible batalla que vemos representada en el mundo del arte, de la literatura.

Pero jamás nos cansaremos de encontrar de entre todos esos malvados, figuras tan extravagantes, extraordinarias, cautivadoras y terribles. La liricidad inherente a tales seres nos hace quedar suspendidos en la lectura de sus tanáticas hazañas.

En los sucesivos surgimientos, naturales en una cultura que bebe de conceptos maniqueos religiosos y que no puede desligarse de los modelos mentales y culturales de los que le dota su pasado, nosotros estaremos allí para observar las reconfiguraciones del mal a medida que cambian las estructuras sociales y culturales. Porque estas representaciones están cada una dentro de un ecosistema artístico común que deriva de una perspectiva social e ideológica desde cuyo crisol se observa la realidad y las relaciones sociales de forma distinta a lo largo de los distintos cronotopos históricos.

Así, podemos observar, como hemos hecho, la evolución del mito del diablo cada vez más desligado del espacio religioso hasta llegar a una perspectiva del tema del mal que ahonda y connota significaciones más cercanas a la filosofía y la reflexión acerca del poder de la palabra, el conocimiento, la libertad y la naturaleza humana.

Será nuestra apasionante labor la que nos lleve a analizar estos nuevos monstruos, fantasías o pesadillas, y tratar de dar forma a los males que asolen las mentes artísticas de futuras épocas, o las nuestras mismas.


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