El ejercicio de la crítica literaria en los diarios es una práctica que suele observarse con desconfianza. El cuestionamiento es, en parte, responsabilidad de quienes han ejercido dicha labor, pero también de una percepción equivocada acerca de los límites y la función que debe cumplir.

Por ello, es necesario distinguir entre la crítica periodística que, a través de reseñas, intenta dar cuenta de la producción literaria reciente, y los estudios académicos, dirigidos a un público restringido cuyo objeto son por lo general textos canónicos de la literatura. O es redundante referirse a esta distinción, sobre lo que se ha dicho bastante, ya que es el punto de partida para entender que no se puede leer una reseña de periódico con las mismas expectativas con las que se aborda un texto académico.

La confusión deriva en que ambas actividades llevan el mismo rotulo de crítica, sólo porque ésta está verdaderamente buscando su lugar como actividad interdisciplinar entre la cultura y la Teoría, y bajo esas palabras quedan sepultadas sus diferencias, al punto es que o es extraña la opinión de que una reseña de periódico no es más que un pequeño estudio (a veces, mal hecho), una centésima parte de su plenitud, sin las herramientas teóricas necesarias para considerarse serias.

Estas primeras líneas buscan mostrar que la crítica en los diarios y los estudios académicos son esencialmente distintos y pretenden rebatir la opinión que entre ellas existe una diferenciación nacida del grado y no de la clase. Ambas actividades apuntan al mismo objeto, pero cumplen funciones y metas diferentes (producción vs conocimiento*) y no hay razón para pensar que una debe estar subordinada a la otra. A diferencia de los trabajos académicos, las reseñas en los diarios, al estar expuestas a un público masivo, asumen implícitamente la responsabilidad de guía de lectura al público interesado.

Su punto de mira está enfocado en libros de reciente publicación y por ellos las firmas deben asumir la responsabilidad de la elección: omitir algún texto de cierto valor, o colocar en la discusión un libro que no lo amerita – los méritos no son necesariamente literarios, puede ser el auspicio de un premio, el éxito de ventas o la popularidad del autor en sectores no especializados –.

Un estudio académico demuestra la capacidad o incapacidad de su autor para ofrecer una nueva perspectiva de una obra o un conjunto de obras determinadas, pero ello no tendrá ninguna repercusión en las ventas ni en el futuro del escritor en cuanto a producto comercial (el libro como producto de mercado). Por el contrario, la reseña periodística, por su propia naturaleza, es más susceptible de sospecha. Su objetivo es despertar el interés del lector, acercarlo a un texto determinado y persuadirlo de que compre el libro o no lo haga. No tiene más.

En consecuencia, es normal que los escritores la observen con recelo. En última instancia, siempre es más fácil creer en una reseña descalificadora que en una elogiosa.

Por lo dicho hasta aquí, es evidente que las reseñas de diarios cubren un espacio que no es el mismo que el de los estudios académicos, básicamente, en tres aspectos: el consejo al lector, la actualidad de los libros y el público al que va dirigido. A veces, se pasa por alto que no todos los interesados en literatura tienen una formación en los estudios literarios. Algunos quizá sólo buscan entretenerse, vivir una historia, identificarse fácilmente con un personaje, que siente un increíble desinterés por profundizar en ello.

Este tipo de lector no será el indicado para ofrecer un juicio de valor, ni el más competente a la hora de definir la importancia o la calidad de la obra, pero su presencia no sólo es muy real sino mayoritaria. La reseña, más democrática que el estudio académico, también tiene como lector ideal a ese público a quien poco o nada le interesa un estudio sobre la construcción de la identidad en o cual novela. La democratización de la lectura no implica que, al momento de la discusión, todas las voces sean igual de autorizadas, pero sí el reconocimiento de no todos los lectores van en busca de la misma experiencia al abrir un libro.

Por lo tanto, una reseña en los diarios es una práctica necesaria que no puede ni debe intentar ser reemplazada por la crítica académica, ni viceversa la cuestión es, entonces, cómo se utiliza esa herramienta de poder.

Además de la actualidad, la otra diferencia es el receptor. Los estudios cumplen una función para la comunidad académica, tanto para algunos lectores como para los productores mismos, que tiene que cumplir su trabajo pero ese discurso está alejado del interés de la mayoría de los lectores. La gente quiere informarse, tiene derecho a saber lo que está pasando. Por eso el discurso de la reseña en un periódico debe ser inclusivo. Escribir para un lector no necesariamente especializado, que no maneja metalenguajes. No vas a hablarle de polifonía a quien no va a entenderte. Hay que escribir para la masa, no para escritores, académicos ni editores.

Una vez delimitado el espacio entre ambas actividades, el objetivo principal de la reseña se muestra: lo más importante es la valoración. La gente quiere saber si al crítico le gustó o no, si vale o no la pena leerlo. Eso es lo principal, la recomendación.

Puesto que estás ubicado desde una posición de poder, el reseñista debe cumplir con ciertos requisitos, con algún perfil. ¿Cuál sería? ¿Es necesaria una formación en la carrera de literatura? Es inevitable pensar que una carrera dirigida a este mundo literario sí es necesaria para poder desmenuzar textos, para leerlos y comprehenderlos. Al menos, como mínimo, ofrece unas herramientas para abstraer estructuras con las que se construye un texto. Pero sí es cierto que a la hora de escribir una reseña, el crítico bien puede olvidarse de toda lo aprendido, no le va a servir de nada saber que está vendiendo algo excrementísimo.

Y, sin embargo, el chorreo intelectual te ayuda a llegar a un público más amplio. Verdaderamente, el periódico permite esa amplitud. En este punto, nos preguntamos por la responsabilidad del crítico, partiendo de que, supuestamente, tiene la capacidad de guiar al público. Desde luego, su única responsabilidad es ser claro y sencillo. No puede ser ambiguo y hermético. El lector debe poder ser capaz de rebatir su crítica y para ello, debe entenderla.

(Hemos de acercarnos nosotros al público, no hacer que el público se esfuerce por comprender; si fuera así, pocos lo harían. Por eso existe la distinción entre críticas. Porque alguien quiere saber más de lo que se le ofrece de manera estandar.)

Vista en conjunto, la crítica debe asumir la responsabilidad de propiciar el diálogo entre lectores, que los libros sean eventos y sean comentados como tales, que no haya necesidad de ser un experto para soltar lo primero que se te venga a la cabeza, no necesitar una verdadera argumentación para el gusto o la falta del mismo, sino que la importancia reside en que haya muchas perspectivas de la misma obra, pero todas bastante insulsas y cojas. Porque todos tienen la misma autoridad.

Se podría cuestionar que esos libros que tiene éxito sean verdaderamente los que la gente quiere leer, no porque sea una idea equivocada, sino porque la clave es saber cómo han llegado a despertar el interés de los lectores. Hay editoriales que tienen mejor trabajo de difusión que otras, que consiguen colocarse en el centro de la discusión. Ese no es un problema de la crítica, sino de las mismas editoriales que deberían preocuparse en difundir mejor a sus escritores. Sin embargo reseñar los libros que están en discusión no significa, como algunos puedan suponer, que se deja de lado a autores con menor exposición.

En cuanto a la editorial como instancia de selección, se debe entender que la crítica está limitada a los libros que son enviados desde las editoriales para que sean comentados? No es parte de las funciones de un crítico el buscar un libro que podría resultar valioso?

El trabajo del crítico no es a tiempo completo, no se puede vivir sólo de esto. Esto impide salir a buscar libros, comprarlos y gastarse más de lo que el trabajo de crítico da. Lo cual, en última instancia, me resulta una completa falta de responsabilidad por todas las partes implicadas y una ausencia denostable por parte del crítico para con la vocación literaria, si la tiene. Si no la tuviese, es simplemente, y no por ello excusable, una falta de respeto más.

El reseñista es un intermediario entre la industria editorial y el público, por lo que su primera función debería ser dar a conocer a los escritores. La reseña debe presenta al libro, los temas y el aspecto forma y, por otra parte, al autor. En segundo lugar, la valoración del crítico.

El pensamiento crítico no es sólo un lujo académico sino una necesidad social.

En el artículo titulado “Pensamiento crítico: ¿para qué sirve? (De hecho, ¿qué es?)”, publicado en The Skeptical Inquirer, el profesor de sociología Howard Gabennesch define así al pensamiento crítico: “El pensamiento crítico consiste en el uso de nuestras aptitudes racionales, ideas y valores para acercarnos a la verdad tanto como sea posible.”

Ahora bien, ¿cuáles son dichas aptitudes según Gabennesch? Son: Analizar, sintetizar, interpretar, explicar, evaluar, generalizar, abstraer, ilustrar, aplicar, comparar y reconocer falacias lógicas.

He aquí algunas de las ideas, hábitos y cosmovisiones que menciona el autor en su artículo:

– No somos conscientes de cómo nos influyen el entorno y los genes.

– Solemos confundir lo natural con las concepciones humanas.

– Los roles sociales no sólo forman nuestro comportamiento sino nuestra identidad. Sin querer nos convertimos en lo que hacemos.

– Somos ignorantes de nuestra ignorancia. Y cuanto más incompetentes, más sobreestimamos nuestra competencia.

– Es normal que cosas aparentemente contradictorias ocurran al mismo tiempo.

– Muchas cosas buenas tienen algún costo. Y muchas cosas malas traen beneficios.

– Vemos las cosas en blanco y negro, sin matices.

– Confundimos partes de la verdad con la verdad.

– Las verdades parciales pueden ser tan engañosas como las mentiras.

– Somos más propensos al engaño por parte de gente que cree sinceramente en lo que dice que por los que mienten deliberadamente.

– El autoengaño puede ser un problema mayor que el engaño por parte de otros.

También debemos agregar a la lista una confusión muy común: correlación no implica una relación causa-efecto. Frecuentemente confundimos la aparición simultánea de dos eventos, afirmando erróneamente que uno es consecuencia del otro. Esta falacia se conoce con el nombre de Post Hoc, Ergo Propter Hoc. La difusión del pensamiento crítico sin duda es una necesidad social. Sea para poder discernir qué hay de verdad en un discurso político, en una arenga religiosa, en una afirmación pseudocientífica o en una noticia periodística difundida por los medios de comunicación, el pensamiento crítico puede aportar indicios útiles para separar la paja del trigo.

Una de las cuestiones que genera más problemas en la red es la de distinguir entre gustos y criterios. Es decir, entre juicios fruto de una pasión personal y los que lleguen como consecuencia de una experiencia en el tema.

La comunicación horizontal hace posible que todos emitamos nuestras opiniones y éstas sean conocidas por un creciente número de personas; el error está en la deducción subsiguiente de que todas las opiniones tienen el mismo valor. De hecho, todas las opiniones cuestan lo mismo -nada-, pero no todas valen lo mismo.

La comunicación horizontal, además, condena al receptor a ejercer el trabajo de distinguir quiénes lanzan sus opiniones a la red como fruto de un conocimiento sobre un tema, o quienes lo hacen como diletantes multidisciplinares, sin más afán que el de darse a valer ante el mundo. Antes eran los responsables de los periódicos quienes hacían esa distinción al publicar o no un texto. Ahora, por suerte, hay forma de sortear a los gatekeepers; pero hay que esforzarse para distinguir y atesorar las direcciones web de quienes aportan algo, una vez discriminadas de las mucho más numerosas de quienes se hacen pajas mentales.

Todas estas afirmaciones pondrán de los nervios a buena parte de quienes me lean. Pero lo cierto es que, aunque todos los votos tienen el mismo peso en unas elecciones –y así debe ser-, y todas las opiniones deben ser respetadas, de ahí no debe colegirse que todas las opiniones son emitidas con el mismo fundamento y tienen la misma utilidad para los demás.

Por mi parte, hace tiempo llegué a la conclusión de que tengo algunos gustos que no necesariamente debo compartir con el mundo, porque igual no tienen valor por sí mismos. Pongamos por caso, mis simpatías por ciertas novelas flojas de ciencia ficción, por algunas películas de acción, por los perritos calientes daneses o por la música turbo etno balcánica. Nada de ello me parece digno de ser ponderado por  sí mismo, por mucho que yo lo disfrute.

Al abrirse las ventanas del mundo gracias a internet, espero que todos seamos capaces de conocer más y más cosas. Y de ser capaces de admitir plácidamente que algo no es necesariamente malo, si lo que ocurre es tan sólo que sentimos desinterés por profundizar en ello. Aunque igualmente confío en que vayamos evitando el caer en el peligro opuesto: el de un relativismo que nos obligue a no descalificar algo que nos repugne, cuando se trate de una cuestión de la que tengamos la formación suficiente. La corrección política puede, a la larga, ser tan mala como la ignorancia orgullosa.

Resultaría muy impertinente y demostraría bastante ignorancia si el público común pretendiera opinar sobre temas concernientes netamente a especialistas como los campos magnéticos dentro de la física, las moléculas de ADN en la biología o las leyes del mercado en la economía. Sin embargo cuando se habla de arte y dentro de esta de Literatura, cualquier persona se siente con derecho a opinar, porque “cualquiera sabe leer”.

Sin duda este mal entendido surge cuando se reproduce el criterio de que el arte se siente y no se piensa por lo que hablar sobre los valores que determinan la calidad de una obra resulta hasta impertinente y genera malestar entre el público. Criterios como “Me gusta” o “No me gusta” suelen ser suficientes para catalogar tal o cual intervención, mientras que de lo que se trata es de aclarar el por qué determinada obra está bien o no.

La experiencia estética y por ende la valoración de la arquitectura y el arte en general se da a través del juicio estético que se diferencia, y bastante, del juicio sensitivo o gusto personal. El juicio sensitivo o gusto personal es aquel que se produce mientras dura la experiencia de los sentidos, por ejemplo al comer una buena fanesca o al beber una fría cerveza. El gusto personal por estas manifestaciones culinarias está determinado por aspectos como la cultura, la época, la edad, el género o la ubicación geográfica.

En definitiva, al gusto personal del individuo se aplica el refrán que dice “Entre gustos y colores no discuten los doctores”.

Nos agradan sus obras y hasta podemos distinguir algunas de las características de su pintura gracias a los manuales de los museos. Sin embargo no estamos reconociendo sus valores como obras de arte, sino que nos estamos limitando al “gusto” personal que sentimos hacia ellas.

El juicio estético, a diferencia del primero es el que debe servir para valorar el arte y por ende la arquitectura, no se agota en la sensación que provoca el estímulo, sino que moviliza los instrumentos del conocimiento, la imaginación y el entendimiento y está ligado al reconocimiento de forma. Solo aquel fenómeno que es capaz de soportar un juicio estético puede ser considerado arte. No se puede hablar de arte en el nivel del “gusto” personal provocado por estímulos tan diversos. solo se podrá juzgar la calidad del arte y por ende de la arquitectura cuando se emita un juicio estético y para ello es condición necesaria e indispensable saber de qué hablamos.

Cuando el motivo de la pintura (los cuerpos o paisajes) y la estructura visual (la realidad estética) estaban juntas en la materialidad del cuadro, era fácil confundir el juicio sensitivo sobre el primero y creer que se estaba haciendo un juicio estético sobre la forma. El arte era entonces muy “popular” porque el público común creía que entendía el arte cuando en realidad estaba emitiendo juicios de gusto que no iban más allá de la activación puntual de los sentidos.

Con el advenimiento de la modernidad el criterio de producción de la obra de arte ya no fue la copia de la realidad, sino la construcción de nuevas realidades visuales, en donde se acentuaron los aspectos más abstractos de la forma. De hecho el arte moderno se volvió “impopular” porque requería formación para opinar sobre él: el público necesitaba entrenar su mirada para reconocer forma, requería disponer de unos criterios visuales que garanticen el juicio estético. Lo interesante de estos criterios visuales es que podían también ser reconocidos por el resto de posibles sujetos de la experiencia estética. Esta posibilidad de reconocimiento universal es una característica de la especie humana que es necesario aprender y desarrollar, como se reconoce y desarrolla la capacidad de equilibrio que nos permite andar en bicicleta. La calidad de una obra no está en función de su parecido a otra ni responde a sistemas, estilos o cánones de validez general, o a gustos o disgustos del observador.

El gusto es “…una de las apuestas más vitales de las luchas que tienen lugar en el campo de la clase dominante y en el campo de la producción cultural”. El juicio del gusto es “la suprema manifestación del discernimiento que, reconciliando el entendimiento y la sensibilidad, el pedante que comprende sin sentir y el mundano que disfruta sin comprender, define al hombre consumado”. El problema es que, tradicionalmente, hay una tendencia a negar la incidencia de lo social en el gusto, pese a la “evidencia” de que existe una relación “entre el gusto y la educación, entre la cultura en el sentido de lo que es cultivado y la cultura como acción de cultivar” o de que “detrás de las relaciones estadísticas entre el capital escolar o el origen social y tal o cual saber, o tal o cual manera de utilizarlo, se ocultan relaciones entre grupos que mantienen a su vez relaciones diferentes, a veces antagónicas, con la cultura, según las condiciones en las que han adquirido su capital cultural y los mercados en los que pueden obtener de él un mayor provecho…”.

“Con vistas a conseguir determinar cómo la disposición cultivada y la competencia cultural, aprehendidas mediante la naturaleza de los bienes consumidos y la manera de consumirlos, varían según las categorías de los agentes y según los campos a los cuales aquellas se aplican, desde los campos más legítimos, como la pintura o la música, hasta los más libres, como el vestido, el mobiliario o la cocina, y, dentro de los campos legítimos, según los ‘mercados’ – ‘escolar’ o ‘extraescolar’ – en los que se ofrecen, se establecen dos hechos fundamentales: por una parte, la fuerte relación que une las prácticas culturales (o las opiniones aferentes) con el capital escolar (medido por las titulaciones obtenidas) y, secundariamente, con el origen social (estimado por la profesión del padre); y, por otra parte, el hecho de que, a capital escolar equivalente, el peso del origen social en el sistema explicativo de las prácticas y de las preferencias se acrecienta a medida que nos alejamos de los campos más legítimos”. 

“…De todos los objetos que se ofrecen a la elección de los consumidores, no existen ningunos más enclasantes que las obras de arte legítimas que, globalmente distintivas, permiten la producción de distingos al infinito, gracias al juego de las divisiones y subdivisiones en géneros, épocas, maneras, autores, etc. (…) Pueden distinguirse así, si nos atenemos a las oposiciones más importantes, tres universos de gustos que se corresponden en gran medida con los niveles escolares y con las clases sociales: el gusto legítimo, es decir, el gusto por las obras legítimas (…) aumenta con el nivel escolar, hasta lograr su frecuencia más alta en las fracciones de la clase dominante más ricas en capital escolar; el gusto ‘medio’, que reúne las obras menores de las artes mayores (…) es más frecuente en las clases medias que en las clases populares o que en las fracciones ‘intelectuales’ de la clase dominante; y el gusto ‘popular’ encuentra su frecuencia máxima en las clases populares y varía en razón inversa al capital escolar…”.

“Para interpretar adecuadamente las diferencias observadas entre las clases o en el seno de la misma clase, en la relación con las diferentes artes legítimas – pintura, música, teatro, literatura, etc. – será preciso analizar en su totalidad los usos sociales, legítimos o ilegítimos, a los que se presta cada una de las artes, de los géneros, de las obras o de las instituciones consideradas. Si, por ejemplo, no existe nada que permita tanto a uno afirmar su ‘clase’ como los gustos en música, nada por lo que se sea tan infaliblemente calificado, es sin duda porque no existe práctica más enclasante (…) que la frecuentación de conciertos o la práctica de un instrumento de música ‘noble’ (…).

Pero ocurre también que la exhibición de la ‘cultura musical’ no es un alarde cultural como los otros: en su definición social, la ‘cultura musical’ es otra cosa que una simple suma de conocimientos y experiencias unida a la aptitud para hablar sobre ella. La música es la más espiritualista de las artes del espíritu y el amor a la música es una garantía de ‘espiritualidad’. Pero esto no es todo. La música es el arte ‘puro’ por excelencia; la música no dice nada ni tiene nada que decir; al no tener nunca una función expresiva, contrasta con el teatro que, incluso en sus formas más depuradas, sigue siendo portador de un mensaje social. El teatro divide y se divide: el contraste entre el teatro burgués y el teatro de vanguardia es inseparablemente estético y político. Nada de eso ocurre en la música (dejando al margen algunas raras excepciones recientes): la música representa la forma más radical, más absoluta de la negación del mundo, y en especial del mundo social, que el ethos burgués induce a esperar de todas las formas del arte”

“…La mayor parte de los productos sólo reciben su valor social en el uso social”, por lo cual hay que “hacer explícitas por completo las múltiples y contradictorias significaciones que revisten estas obras, en un momento dado, para el conjunto de los agentes sociales y, en especial, para las categorías de individuos que las distinguen o se oponen a ellas. Ello significaría tener en cuenta, por una parte, las propiedades socialmente pertinentes atribuidas a cada una de ellas, es decir, la imagen social de las obras (barroca/moderna; temperamento/disonancia; rigor/lirismo, etc.), de los autores y, sobre todo, quizás, de los instrumentos correspondientes (sonoridad acre y ruda de la cuerda punteada/sonoridad cálida y burguesa de la cuerda pulsada) y, por otra parte, las propiedades de distribución que tienen estas obras en su relación (más o menos conscientemente percibidas, según los casos) con las diferentes clases o fracciones de clase- ‘esto hace…’ – y con las condiciones correlativas de la recepción (conocimiento – tardío – mediante el disco/ conocimiento – precoz – por la práctica del piano, instrumento burgués por excelencia).

 

El efecto de la titulación

“Conociendo la relación que se establece entre el capital cultural heredado de la familia y el capital escolar por el hecho de la lógica de la transmisión del capital cultural y del funcionamiento del sistema escolar, sería imposible imputar a la sola acción del sistema escolar (y, con mayor razón, a la educación propiamente artística que éste proporcionaría, a todas luces casi inexistente) la fuerte correlación observada entre la competencia en materia de música o pintura (y la práctica que esta competencia supone y hace posible) y el capital escolar: este capital es, en efecto, el producto garantizado de los resultados acumulados de la transmisión cultural asegurada por la familia y de la transmisión cultural asegurada por la escuela (cuya eficacia depende de la importancia del capital cultural directamente heredado de la familia).

Por medio de las acciones de inculcación e imposición de valores que ejerce, la institución escolar contribuye también (en una parte más o menos importante según la disposición inicial, es decir, según la clase de origen) a la constitución de la disposición general y trasladable con respecto a la cultura legítima que, adquirida conjuntamente con los conocimientos y las prácticas escolarmente reconocidas, tiende a aplicarse más allá de los límites de lo ‘escolar’, tomando la forma de una propensión ‘desinteresada’ a acumular unas experiencias y unos conocimientos que pueden o no ser directamente rentables en el mercado escolar”.

Merece prestarle atención al “efecto mejor encubierto, sin duda, de la institución escolar, el efecto que produce la imposición de titulaciones, caso particular del efecto de asignación de status, positivo (ennoblecimiento) o negativo (estigmatización), que todo grupo produce al asignar a los individuos a unas clases jerarquizadas. A diferencia de los poseedores de un capital cultural desprovisto de certificación académica, que siempre pueden ser sometidos a pruebas porque no son más que lo que hacen, simples hijos de sus obras culturales, los poseedores de títulos de nobleza cultural – semejantes en esto a los poseedores de títulos nobiliarios, en los que el ser, definido por la fidelidad a una sangre, a un suelo, a una raza, a un pasado, a una patria, a una tradición, es irreductible a un hacer, a una capacidad, a una función – no tienen más que ser lo que son, porque todas sus prácticas valen lo que vale su autor, al ser la afirmación y la perpetuación de la esencia en virtud de la cual se realizan. (…) …los poseedores de títulos de nobleza cultural están separados por una diferencia innata de los simples plebeyos de la cultura, que están irremediablemente destinados al estatus dos veces devaluado de autodidacta y de ‘ejecutante de una función’. Las noblezas son esencialistas: al tener la existencia por una emanación de la esencia…”. “Es el mismo esencialismo que les fuerza a imponerse a ellas mismas lo que les impone su esencia – ‘nobleza obliga’ -, a exigirse a ellas mismas lo que nadie sería capaz de exigirles, a probarse a ellas mismas que están a su propia altura, es decir, a la altura de su esencia. Se entiende cómo se ejerce el efecto de las marcas y clasificaciones académicas. (…) No hay nada, pues, de paradójico en el hecho de que la institución escolar defina en sus fines y en sus medios la empresa de autodidaxia legítima que supone la adquisición de una ‘cultura general’…”. Es una “exigencia tácita” no ajena a los “valores de clase”.

Estos efectos “contribuyen, sin duda, en gran parte, a hacer que la institución escolar llegue a imponer unas prácticas culturales que ella no inculca y que ni siquiera exige expresamente, pero que forma parte de los atributos estatutariamente ligados a las posiciones que asigna, a las titulaciones que confiere y a las posiciones sociales a las que estas titulaciones dan acceso. (…) Así se explica que la propensión y la aptitud para acumular conocimientos ‘gratuitos’, tales como el nombre de los directores cinematográficos, estén ligadas al capital escolar de una manera más estrecha y más exclusiva que la simple frecuentación del cine, que varía más en función de los ingresos, de la residencia y de la edad”.

“Una competencia de este tipo (…) es casi siempre producto de aprendizajes no intencionados que hacen posible una disposición obtenida gracias a la adquisición familiar o escolar de la cultura legítima. Provista de un conjunto de esquemas de percepción y apreciación, de aplicación general, esta disposición transportable es la que inclina hacia otras experiencias culturales y permite percibirlas, clasificarlas y memorizarlas de distinta manera (…) ayudados en el reconocimiento e lo que es digno de verse y de la forma acertada de verlo por todo el grupo al que pertenece (…) y por todo el cuerpo de críticos a los que este último reconoce autoridad para producir las clasificaciones legítimas y el discurso de obligado acompañamiento de toda degustación artística digna de tal nombre”.

“Anticipándonos a su demostración, puede afirmarse, simplificando, que las titulaciones académicas aparecen como una garantía de la aptitud para adoptar la disposición estética porque están ligadas a un origen burgués o a un modo de existencia casi burguesa, que llevan aparejados un aprendizaje escolar prolongado…”.

La Disposición estética

“Reconocer que toda obra legítima tiende en realidad a imponer las normas de su propia percepción (…) no es constituir en esencia un modo de percepción particular, sucumbiendo así a la ilusión que fundamenta el reconocimiento de la legitimidad artística, sino hacer constar el hecho de que todos los agentes, lo quieran o no, tengan o no tengan los medios de acomodarse a ello, se encuentra objetivamente medidos con estas normas. Esto significa darse la posibilidad simultánea de determinar si (…) estas disposiciones y competencias son dones naturales o productos del aprendizaje, y de sacar a la luz las condiciones ocultas del milagro de la desigual distribución entre las distintas clases sociales de la aptitud para el inspirado contacto con la obra de arte…”.

Todo análisis esencial de la disposición estética, la única forma considerada socialmente como ‘correcta’ para abordar los objetos designados socialmente como obras de arte, es decir, como objetos que a la vez exigen y merecen ser abordados conforme a una intención propiamente estética, capaz de reconocerlos y constituirlos como obra de arte, está necesariamente destinado al fracaso: en efecto, al negarse a tener en cuenta la génesis colectiva e individual de este producto de la historia, que debe ser reproducido por la educación de manera indefinida, dicha forma de análisis se incapacita para restituirle su única razón de ser, esto es, la razón histórica en que se basa la arbitraria necesidad de la institución. Si ciertamente la obra de arte (…) es aquello que exige ser percibido según una intención estética, y si, por otra parte, todo objeto, tanto natural como artificial, puede ser percibido de acuerdo con una intención estética, ¿cómo evitar la conclusión de que es la intención estética la que hace la obra de arte…?”. Entonces, las preguntas claves serían, buscando explicitar los principios de legitimidad de la obra de arte, ¿quién dice qué es arte y, de esa forma, lo legitima?

 

El gusto puro y el ‘gusto bárbaro’

Es equivalente a hablar de dos ‘castas’ antagónicas: “los que lo entienden (al arte moderno) y los que no lo entienden” como si una parte de la especie humana poseyera “un órgano de comprensión” negado a la otra parte, dice Bourdieu, criticando el análisis esencialista de Ortega y Gasset que distingue a una elite formada por los ‘mejores’, del pueblo en general, ‘las masas’, incapaces de entender lo nuevo. “La contemplación pura – la preeminencia de la forma – implica una ruptura con la actitud ordinaria respecto al mundo, que representa por ello mismo una ruptura social”. El pueblo se identifica frente a los ‘dramas’, lo ‘humano’: “las pasiones, las emociones, los sentimientos…” – según Ortega y Gasset -.

“Rechazar lo ‘humano’ es, evidentemente, rechazar lo genérico, es decir, lo común, ‘fácil’ e inmediatamente accesible, y, desde luego, todo lo que reduce al animal estético a la pura y simple animalidad, al placer sensible o al deseo sensual; es contraponer al interés por el propio contenido de la representación, que lleva a llamar bella a la representación de las cosas bellas, y en particular de aquellas que de manera más inmediata dicen algo a los sentidos y a la sensibilidad, la indiferencia y la distancia que impiden subordinar el juicio basado en la representación a la naturaleza del objeto representado…”.

La estética popular

“Todo ocurre como si la ‘estética popular’ estuviera fundada en la afirmación de la continuidad del arte y de la vida, que implica la subordinación de la forma a la función. (…) La hostilidad de las clases populares y de las fracciones menos ricas en capital cultural de las clases medias con respecto a cualquier especie de investigación formal se afirma tanto en materia teatral como en materia pictórica, o en materia fotográfica o cinematográfica. (…) Tanto en el teatro como en el cine, el público popular se complace en las intrigas lógica y cronológicamente orientadas hacia un happy end y ‘se reconoce’ mejor en unas situaciones y personajes dibujados con sencillez que en figuras o acciones ambiguas y simbólicas, o en los enigmáticos problemas de teatro… (…) El principio de las reticencias y de los rechazos no reside solamente en la falta de familiaridad sino también en un profundo deseo de participación, que la investigación formal frustra de manera sistemática…”.

“El cisma cultural que asocia cada clase de obras a su público hace que no resulte fácil obtener un juicio realmente sincero y sensible, por parte de las clases populares, sobre las investigaciones del arte moderno”. Y cuando accede a esas investigaciones formales, mezcladas en tiras televisivas o en películas de supuesto consumo masivo, “se sublevan, no sólo porque no sienten la necesidad de estos juegos puros, sino porque a veces comprenden que los mismos obtienen su necesidad de la lógica de un cierto campo de producción que, por medio de estos juegos, les excluye…”.”La investigación formal resulta, a los ojos del público popular, uno de los índices de lo que a veces se experimenta como una voluntad de mantener a distancia al no iniciado o (…) de hablar a los otros iniciados ‘por encima de la cabeza del público’”. 

En general, “el espectáculo popular es el que procura, de forma inseparable, la participación individual del espectador en el espectáculo y la participación colectiva en la fiesta cuya ocasión es el propio espectáculo” porque, por una parte, ofrece “satisfacciones más directas, más inmediatas” pero, por otra, porque “mediante las manifestaciones colectivas que suscitan y el despliegue del espectacular lujo que ofrecen (…) satisfacen (…) al gusto y al sentido de la fiesta, de la libertad de expresión y de la risa abierta, que liberan al poner al mundo social patas arriba, al derribar las convenciones y las conveniencias”.


El distanciamiento estético

Aquello es “lo opuesto al desapego del esteta que, como se ve en todos los casos en los que se apropia de alguno de los objetos del gusto popular, como pueden ser el western o los dibujos animados, introduce una distancia, una separación – medida de su distante distinción – en relación con la percepción ‘de primer grado’, al desplazar el interés desde el ‘contenido’, personajes, peripecias, etc., hacia la forma, hacia los efectos propiamente artísticos, que no se aprecian sino relacionalmente, mediante la comparación con otras obras, comparación que excluye por completo la inmersión en la singularidad de la obra inmediatamente conocida. Desapego, desinterés, indiferencia…”. Se trata del rechazo de cualquier especie de “adhesión ingenua, de abandono ‘vulgar’ a la seducción fácil y al entusiasmo colectivo”.

“No existe, pues, nada que distinga de forma tan rigurosa a las diferentes clases como la disposición objetivamente exigida por el consumo legítimo de obras legítimas, la aptitud para adoptar un punto de vista propiamente estético sobre unos objetos ya constituidos estéticamente, (…) y, lo que aún es más raro de encontrar, la capacidad de constituir estéticamente cualquier clase de objetos o incluso objetos ‘vulgares’ (…) o de comprometer los principios de una estética ‘pura’ en las opciones más ordinarias de la existencia ordinaria, por ejemplo en materia de cocina, de vestimenta o de decoración…”.


Una ‘estética’ anti-kantiana

La ‘estética popular’- que es siempre una estética ‘dominada’ de la cual las clases populares son conscientes – aparece como “el lado negativo de la estética kantiana” que sostenía “el desinterés” de la contemplación. Los miembros de las clases populares “esperan de cualquier imagen que desempeñe una función” y “manifiestan en todos sus juicios la referencia, con frecuencia explícita, a las normas de la moral o del placer”.

Esta ‘estética’, que subordina la forma y la propia existencia de la imagen a su función, es necesariamente pluralista y condicional” y se manifiesta en un rechazo a la idea de que, por ejemplo, una fotografía “pueda complacer a todo el mundo”. Por eso una estética como esta “no pueda hacer otra cosa que rechazar la imagen de lo insignificante” a excepción del “color”. Y esto se explica porque “nada es más ajeno a la conciencia popular que la idea de un placer estético que sea independiente del placer de las sensaciones”. Kant decía que “el gusto es siempre bárbaro cuando mezcla los encantos y emociones a la satisfacción y es más, si hace de aquellas la medida de su asentimiento”.

“Rechazar la imagen insignificante (…) o la imagen ambigua es rehusar tratarla como finalidad sin fin, como imagen que se significa a sí misma, y por consiguiente sin otra referencia que ella misma. (…) En resumen, la obra, sea cual sea la perfección con que cumpla su función de representación, sólo aparece plenamente justificada (para la estética popular) si la cosa representada merece serlo, si la función de representación está subordinada a una función más alta, como es la de exaltar, al fijarla, una realidad digna de ser eternizada. Tal es el fundamento de ese ‘gusto inculto’ al que se refieren siempre de manera negativa las formas más antitéticas de la estética dominante, y que no reconoce otra representación que la representación realista, es decir, respetuosa, humilde, sumisa, de los objetos designados por su belleza o por su importancia social”.


La distancia con respecto a la necesidad

“Para explicar que al aumentar el capital escolar aumenta asimismo la propensión a apreciar una obra ‘con independencia de su contenido’ (…) y, de manera más general, la propensión a esas inversiones ‘gratuitas’ y ‘desinteresadas’ que reclaman las obras legítimas, no basta con invocar el hecho de que el aprendizaje escolar proporciona los instrumentos linguísticos y las referencias que permiten expresar la experiencia estética y constituirla al expresarla: lo que en realidad se afirma en esta relación es la dependencia de la disposición estética con respecto a las condiciones materiales de la existencia, pasadas y presentes, que constituyen la condición tanto de su constitución como de su realización, al mismo tiempo que de la acumulación de un capital cultural (académicamente sancionado o no) que sólo puede ser adquirido al precio de una especie de retirada fuera de la necesidad económica. La disposición estética, que tiende a poner entre paréntesis la naturaleza y la función del objeto representado y a excluir cualquier tipo de reacción ‘ingenua’ (…) de la misma manera que cualquier respuesta puramente ética, para no tomar en consideración más que el modo de representación, el estilo – percibido y apreciado mediante la comparación con otros estilos -, es una dimensión de una relación global con el mundo y con los otros, de un estilo de vida en el que se exteriorizan, bajo una forma irreconocible, los efectos de unas condiciones particulares de existencia: condición de todo aprendizaje de la cultura legítima, ya sea implícito y difuso como es, casi siempre, el aprendizaje familiar, o explícito y específico, como el escolar, estas condiciones de existencia se caracterizan por la suspensión y el aplazamiento de la necesidad económica, y por la distancia objetiva y subjetiva de la urgencia práctica…”.

“El poder económico es, en primer lugar, un poder de poner la necesidad económica a distancia” y que se manifiesta en “un disposición general a lo ‘gratuito’, a lo ‘desinteresado’”.

“…Por ello mismo, la disposición estética se define también, objetiva y subjetivamente, en relación con otras disposiciones: la distancia objetiva con respecto a la necesidad y a los que se encuentran envueltos en ella se acompaña de un distanciamiento intencionado que duplica la libertad por medio de la exhibición. A medida que aumenta la distancia objetiva con respecto a la necesidad, el estilo de vida se convierte cada vez más en el producto de lo que Weber denomina una ‘estilización de la vida’, sistemático partido que orienta y organiza las prácticas más diversas, ya sea la elección de un vino por el año de su cosecha y de un queso, ya sea la decoración de una casa de campo.

Como afirmación de un poder sobre la necesidad dominada, contiene siempre la reivindicación de una superioridad legítima sobre los que, al no saber afirmar el desprecio de las contingencias en el lujo gratuito y el despilfarro ostentoso, continúan dominados por los intereses y las urgencias ordinarias: los gustos de libertad no pueden afirmarse como tales más que en relación con los gustos de necesidad, introducidos por ello en el orden de la estética, luego constituidos como vulgares.

Esta pretensión aristocrática tiene menos probabilidades que cualquier otra de ser discutida, puesto que la relación de la disposición ‘pura’ y ‘desinteresada’ con las condiciones que la hacen posible (…) tiene todas las posibilidades de pasar desapercibida, teniendo de este modo el privilegio más enclasante: el privilegio de aparecer como el que tiene más fundamento por naturaleza”.


El sentido estético como sentido de la distinción

“La disposición estética (…) es también una expresión distintiva de una posición privilegiada en el espacio social, cuyo valor distintivo se determina objetivamente en la relación con expresiones engendradas a partir de condiciones diferentes. Como toda especie de gusto, une y separa; al ser el producto de unos condicionamientos asociados a una clase particular de condiciones de existencia, une a todos los que son producto de condiciones semejantes, pero distinguiéndolos de todos los demás y en lo que tienen de más esencial, ya que el gusto es el principio de todo lo que se tiene, personas y cosas, y de todo lo que se es para los otros, de aquello por lo que uno se clasifica y por lo que le clasifican”.

Los gustos (esto es, las preferencias manifestadas) son la afirmación práctica de una diferencia inevitable. No es por casualidad que, cuando tienen que justificarse, se afirmen de manera enteramente negativa, por medio del rechazo de otros gustos: en materia de gustos, más que en cualquier otra materia, toda determinación es negación; y sin lugar a dudas, los gustos son, ante todo, disgustos, hechos horrorosos o que producen una intolerancia visceral (‘es como para vomitar’) para los otros gustos, los gustos de los otros. De gustos y colores no se discute: no porque todos los gustos estén en la naturaleza, sino porque cada gusto se siente fundado por naturaleza – y casi lo está, al ser habitus – lo que equivale a arrojar a los otros en el escándalo de lo antinatural.


Las maneras y la manera de adquirir

“Adquirida en la relación con un cierto campo que funciona a la vez como institución de inculcación y como mercado, la competencia cultural (o lingüística) permanece definida por sus condiciones de adquisición que, perpetuadas en el mundo de utilización – es decir, en una determinada relación con la cultura o con la lengua – funcionan como una especie de ‘marca de origen’ y, al solidarizarla con cierto mercado, contribuyen también a definir el valor de sus productos en los diferentes mercados.

Dicho de otra forma, lo que se capta mediante indicadores tales como el nivel de instrucción o el origen social o, con mayor exactitud, lo que se capta en la estructura de la relación que los une, son también modos de producción del habitus cultivado, principios de diferencias no sólo en las competencias adquiridas sino también en las maneras de llevarlas a la práctica, conjunto de propiedades secundarias que, al ser reveladoras de las diferentes condiciones de adquisición, están predispuestas a recibir unos valores muy diferentes sobre los diferentes mercados”.

“Sabiendo que la manera es una manifestación simbólica cuyo sentido y valor dependen tanto de los que la perciben como del que la produce, se comprende que la manera de utilizar unos bienes simbólicos, y en particular aquellos que están considerados como los atributos de la excelencia, constituye uno de los contrastes privilegiados que acreditan la ‘clase’, al mismo tiempo que el instrumento por excelencia de las estrategias de distinción… (…) Lo que la ideología del gusto natural sitúa en oposición, mediante dos modalidades distintas de la competencia cultural y de su utilización, son dos modos de adquisición de la culturael aprendizaje total, precoz e insensible, efectuado desde la primera infancia en el seno de la familia y prolongado por un aprendizaje escolar que lo presupone y lo perfecciona, se distingue del aprendizaje tardío, metódico y acelerado, no tanto por la profundidad y durabilidad de sus efectos, como lo quiere la ideología del ‘barniz’ cultural, como por la modalidad de la relación con la lengua y con la cultura que además tiende a inculcar.

Ese aprendizaje total confiere la certeza de sí mismo, correlativa con la certeza de poseer la legitimidad cultural y la soltura con la que se identifica la excelencia; produce esa relación paradójica, hecha de seguridad en la ignorancia (relativa) y de desenvoltura en la familiaridad que los burgueses de vieja cepa mantienen con la cultura, especie de bien de familia del que se sienten herederos legítimos”. Ese aprendizaje es producto “del contacto repetido con las obras culturales y con las personas cultivadas” y genera el típico “conocedor, incapaz casi siempre de explicitar los principios de sus juicios”. “El placer soberano del esteta se pretende sin concepto”.

“Por el contrario, todo aprendizaje institucionalizado supone un mínimo de racionalización que deja su rastro en la relación con los bienes consumidos. (…) Lo esencial de lo que comunica la escuela se adquiere también por añadidura (…) pero se ve siempre obligado a operar, por necesidades de la transmisión, con un mínimo de racionalización de lo que transmite (…). Pero sobre todo (…) la enseñanza racional del arte proporciona sustitutos a la experiencia directa, ofrece una serie de atajos al largo camino de la familiarización, hace posible unas prácticas que son producto del concepto y de la regla en vez de surgir de la pretendida espontaneidad del gusto, ofreciendo así un recurso a los que esperan recuperar el tiempo perdido”.

Estos diferentes modos de adquisición de la cultura generan diferencias hacia el interior de la clase dominante “entre el docto que está totalmente de acuerdo con el código, las reglas, y por consiguiente con la Escuela y la Crítica, y el mundano que, situado del lado de la naturaleza y de lo natural, se contenta con sentir o, como se acostumbra a decir ahora, con gozar, y que excluye de la experiencia artística cualquier rastro de intelectualismo, de didactismo, de pedantismo”.

El final o la muerte de aquello que hemos venido llamando hasta aquí “crítica literaria”. Como si el tiempo para la crítica literaria, a partir de cierto momento (pongamos arbitrariamente la década del sesenta, pongamos aquello conocido como “postestructuralismo”) se hubiera acelerado hacia un final o hacia una transmutación tan radical que ni siquiera se reconocería en su nombre mismo, que no podría, aunque quisiese, sentirse cómoda en la carcaza de un nombre llevado, después de todo, desde hace muy poco tiempo. La muerte o la disolución de la crítica literaria hacia otros campos, hacia otros nombres. Lo que sería, por cierto, un apocalíptico vendaval que rodearía, insidioso, la presentación de una revista académica, que es predominantemente un ejemplo de crítica literaria.

Pero había en el núcleo de ese título irresponsable la certeza de un lugar común. Los “dos tiempos” corresponderían a dos instituciones (las instituciones son modos de regular el tiempo) que han tironeado a la crítica literaria a lo largo de su corta historia: el origen periodístico de la crítica, más o menos como nos lo cuenta Habermas, marcando ese comienzo con una impronta iluminista, racional y burguesa, y el posterior acogimiento de la crítica y la literatura en los claustros de la universidad, vale decir, la irrupción del tiempo contemporáneo en los cuidados filológicos del clasicismo.

El tironeo institucional constitutivo que supone, de entrada, la discordia de dos tiempos, o de dos ritmos del tiempo: el de la hora, el minuto, lo recién venido o lo recién salido de la imprenta (la crítica literaria como uno de los sectores más provisorios y dinámicos de la cultura), y el estirado tiempo de lo que se asienta, se acumula, se decanta, se paladea con una perspectiva que anula en lo mortuorio de las bibliotecas el pasar del tiempo. Es el tironeo entre el juicio pasional que se olvida a sí mismo al pasar del tiempo para enredarse en otra discusión más nueva, más provisoria, y el no menos provisorio juicio de la eternidad al que inconfesadamente tiende la razón académica. Morosidad en la búsqueda de la certeza e instantánea aprensión de una evidencia.

¿Pero este lugar común es verdadero? Quiero decir: ¿es verdadero hoy? ¿Lo fue alguna vez? ¿El modo académico de leer (la jerga técnica, la morosidad, el inconfundible empaque profesoral que previene y repugna a los editores de suplementos culturales) es el enemigo declarado de la frivolidad informativa? ¿O hay (y siempre hubo) una complicidad entre los dos tiempos y los dos lenguajes de la crítica, como un desearse mutuo y de reojo, que no está satisfecho si pierde de vista al odiado otro complementario? No es cuestión de sujetos, que hoy, y desde hace mucho tiempo, no se forman al calor bohemio de las redacciones, sino en las aulas universitarias (tanto los “literatos” como los expertos en comunicación, más enterados de las leyes informativas a las que sirven).

Se trata de dos instituciones que juegan partidas en tiempos y velocidades disímiles, pero secretamente armónicas. Sería, me parece, fácil mostrar para determinadas épocas esta armonía ideológica entre la universidad de las letras y el periodismo cultural o literario (pongamos por caso la Facultad de Filosofía de Buenos Aires y el diario La Nación, o en otros momentos la misma Facultad y Clarín, o entre esos mismos periódicos y la Carrera de Comunicación). En los dos casos, en las dos instituciones, con tiempos y lenguajes diferentes, se intercambian las mismas certezas o los mismos interrogantes, sólo que en el discurso mediático, el crítico literario –el profesor universitario- es llamado como experto. Lo que quiere decir que en alguna medida debe traducir su lengua al lenguaje del medio.

La literatura, más que un territorio común de intercambios, es un objeto recóndito que exige el pasaje a la lengua estándar, a la predominante doxa de los medios. La ansiedad universitaria por participar de este juego sería la nostalgia por un momento del pasado en la que la crítica habría hablado con un lenguaje inteligible acerca de un objeto al alcance de todos. Pero si la crítica literaria, pieza clave de la modernidad, se propuso la producción de lo nuevo, de lo novedoso como una obligación de su estar en el mundo, habrá que convenir que hoy la novedad no se encuentra allí, donde la esperaríamos, en el territorio periodístico, o en las revistas de la periferia universitaria, sino en el discurso universitario mismo.

Por definición, el discurso periodístico, por más que nos digan que construye el acontecimiento del que habla, en materia de literatura es muy a menudo, y a pesar de sus reticencias para con la que llama “academia”, apenas un eco de lo que se produce tras las murallas universitarias. La cotidiana novedad del periodismo se gesta en otro lugar: en el mercado editorial del que forma parte, o en la academia.

No está exenta tampoco de paradojas la revista que nos ocupa hoy, Orbis Tertius, que parece inscribirse, a partir de su nombre, en la veneración del centro del canon argentino, Borges y su inevitable ley. Un lado de la paradoja es la historia de Borges mismo, o su pasaje por el Suplemento Multicolor de los Sábados del populachero diario Crítica, donde forja la necesaria infamia que contienen muchos de sus relatos, o ese otro pasaje por la crítica literaria en El hogar, sin alarma para sus lectores, o sin que su discurso provocase alarma, ni requiriera de ninguna traducción, de ninguna adaptación.

En el mismo lado de la paradoja, estaría el deseo y el contento de Borges académico (miembro de la Academia Argentina de Letras) por pertenecer al discurso universitario, ya sea argentino o norteamericano, como me he encargado de mostrar alguna vez (Panesi: 2000).

Del otro lado de la paradoja, está la revista Orbis Tertius, que a pesar de su impronta borgeana, nos muestra paso a paso un consecuente trabajo con la obra de Manuel Puig, obra que permite a la literatura argentina salir del “esquema Borges”, darlo vuelta como un guante, y marcar la huella de otra concepción de la literatura, salvo que también la atracción por la cultura popular, la trascripción estilizada de la oralidad y el temprano interés de Borges por el cine, lo constituyan en el apabullante precursor de Puig.

Puig, que podría leerse como otra interesante derivación del tironeo discursivo que mueve la crítica literaria: de la lectura popular de sus primeras obras, del asedio periodístico por su carrera literaria, a cierto confinamiento académico –hiato de la dictadura mediante- que repara o trata de reparar esa indiferencia, ese tenue olvido, con la pasión de un interés que, dadas las reglas del juego, quizá lo distancie aún más.

En todo caso, la indiferencia fechada del periodismo cultural por Puig sería equivalente a la vigiladísima indiferencia, a las miradas de reojo contenidas que ese discurso echa sobre el hacer de la vida académica. Así como la ansiedad y el desdén universitario por el periodismo encubren la añoranza por una zona perdida. Nudos del tironeo. Una de las funciones intencionales o no intencionales de la crítica literaria siempre ha sido el desarreglo de las convenciones con las cuales se lee, la demolición de lo aceptado sin razones, y a la larga, y muy a pesar de su esforzada seriedad, la provocación de una incomodidad.

La crítica es incómoda por naturaleza y tiende a producir incomodidad, a dejar a sus lectores en la maravilla intelectual de la perplejidad; ni siquiera los protocolos de la lectura académica pueden acallar este cuño borgeano implícito en cualquier crítica literaria que se precie de sus efectos. Lo que nos llevaría a los orígenes, o al malentendido de los orígenes, esto es, a lo que Susana Cella o Noé Jitrik en su Historia crítica de la literatura argentina llaman “La irrupción de la crítica”. Estamos de acuerdo con Susana Cella: la crítica universitaria a partir de Contorno inscribe la inflexión en la cual no podríamos dejar de reconocernos.

Con alguna salvedad: en la coyuntura de Contorno, su discurso se formó en la periferia juvenil de la universidad, era contra-institucional; y me pregunto si ahora existe la posibilidad de intentar un discurso semejante, o si es deseable el intento. ¿Hay otro ámbito hoy para la crítica literaria que no sea la Universidad? ¿Hay otro lugar acaso para ejercer la incomodidad e incomodarse, para producir efectos contra-hegemónicos y contra institucionales que no sea el interior de la institución universitaria misma? La otra salvedad es quizá menor, y también tiene que ver con la incomodidad: el repudio de la literatura de Borges como “literato sin literatura” que compartieron Adolfo Prieto (autor del primer libro sobre y anti Borges), Noé Jitrik y David Viñas. Borges incomoda y siempre ha incomodado a la crítica argentina, no es una particularidad novedosa de Contorno; lo que es peculiar es la razón del rechazo, de la ostensible incomodidad. Según explica Prieto, esgrimiendo como teoría al sospechoso Ortega y Gasset, las razones son “generacionales”.

Digamos en salvaguarda de este malentendido que rechazar una literatura no es caer en el error, o carecer de perspectiva: es anteponer, como siempre hacen los críticos, el combate al juicio asentado en la razón.

La razón de la crítica con frecuencia sólo tiene la razón del combate, y el malentendido es una manera de comenzar la guerra. Podríamos preguntarnos si este combate típicamente universitario (Borges en 1957 comenzaba a transitar con alguna fuerza los senderos del canon oficial), deja entrever una razón suplementaria: su entrada a la Universidad como profesor de Literatura Inglesa y Norteamericana. Algo así como un pasaje confortable de Borges hacia el repudiado establishment académico. La velocidad, el apuro, el ritmo que precipita hacia el futuro está en la base de este malentendido crítico que fundaría nuestro modo de leer, con lo cual el tiempo entrecruza las fronteras: no es la inconsistencia cotidiana del periodismo la que se precipita, apoltronada por entonces en el discurso oficial en que ha devenido Sur, sino el ala juvenil insatisfecha del discurso académico.

No me parece un mal comienzo mítico, si es verdad que reconocemos a Contorno como nuestro precursor. El futuro es lo que apura, lo que imprime velocidad: el juicio rápido –condena o salvación, interés supremo o desinterés magnánimo- puede ser atributo de una revista cultural deseosa de promover la discusión y acentuar las posiciones beligerantes dentro del campo –un abrir cancha impaciente para ocupar una posición-, pero en la crítica académica no puede menos que causarnos cierto escándalo.

Quizá la lógica de la competencia, la avidez por la jerarquía y el reconocimiento no difieran demasiado en ambos discursos, salvo en los tiempos. La crítica literaria académica se toma su tiempo, es morosa con los tiempos: el peligro que corre consiste en que la historia suele pasarle por encima. Si la apuran, responde con lo que sabe. Y lo que sabe lo ha pasado por filtros y pruebas, por tribunales y discusiones protocolares, ha puesto a prueba su saber.

En esto hay una ventaja: no es una condena ni un demérito el estar ocupada tantálicamente en reexaminar y volver a considerar los problemas y perspectivas con los que antaño se ha enredado. A lo largo de una vida académica, no menos que en las disputas culturales de las más ágiles revistas literarias, un crítico habrá cambiado de posición varias veces.

Habrá sido, por ejemplo, sociológico, marxista, estructuralista, postestructuralista, deconstruccionista, teórico avezado de la posmodernidad… ¿Cómo solucionar este dilema del tiempo, del ritmo, de la velocidad, cómo adecuarse al tiempo? Se me ocurre que si el tiempo académico es cansino y corre el peligro de repetirse en su asentamiento tranquilizador, o en sus verdades de difícil remoción, necesita de otro tiempo más ágil, de un contacto más estrecho con lo que se imagina son otros campos culturales, más vastos, más abiertos, o sencillamente otros, porque no le alcanza con volver a sopesar y reexaminar indefinidamente lo que sabe. Necesita el aire de un campo abierto, o en todo caso, plantear lo mismo que discute en los claustros, sin el aparato de las pruebas y los filtros.

Es lo que explicaría la existencia de revistas culturales para-universitarias, notablemente Punto de vista o El ojo mocho, para exhibir dos ejemplos contradictorios en su forma, su manera crítica, y en sus posiciones.

No se trata de un público diferente, o de un público demasiado diferente, ni tampoco de cuestiones diferentes; se trata de un deseo de participación, de intervención más o menos ilusoria, y sobre todo, de un deseo de libertad. No porque la universidad se la niegue, sino porque la crítica ha nacido y se ha mantenido así, con un rotundo deseo de participación en la cosa pública que la universidad restringe o lleva a la auto-constricción. Y si Punto de vista inaugura un sitio en Internet (Bazar americano) no será para cambiar de cuestiones o de discusiones, sino para darse una libertad acorde con los tiempos de la aceleración generalizada, para ser más pública, si cabe, que la publicidad restringida del formato impreso.

Lo mismo ocurriría con aquellos críticos académicos (créanme: los hay) que, bordeando la impudicia, practican esa forma del diario íntimo y privado, también en Internet, que llamamos Weblogs. Paroxismo del periódico, de la información hipertextual y de la pública intimidad, estas páginas ensayan libremente la exhibición y la libertad de exhibirse, de contradecirse, y contradecir para que las contradigan al pasar, casi sin responsabilidad, sin filtros y sin pruebas.

Si el cansancio no los desanima, estos críticos habrán alcanzado el vértigo de la publicidad total, de la pública transparencia. Todo un ideal crítico. Una vertiginosidad de la que la academia carece, pero que en la red parece anularse a sí misma. Sin renunciar a su ritmo interior, a sus lentos protocolos, la crítica literaria académica (¿pero hay otra?) se muestra ansiosa, como si los coloquios globales a los que asiste en todas sus ramas (lo que justificaría un capítulo nuevo en la historia literaria de Viñas: el viaje académico) no pudieran contentarla. Está ávida de tiempo, del otro tiempo. Y la ansiedad no le viene por causas externas, por ninguna globalización ni tecnificación que pudiera alterar la imagen que tiene de sí misma.

La crítica literaria es proteica y por más que se dedique al examen y la conservación del pasado se sujeta al presente, lanzando de soslayo y con cierto temor una mirada hacia el futuro, hacia su propio futuro. La crítica literaria es contemporánea de una amenaza: la de su autodisolución. Dos ejemplos: uno algo remoto ya, y otro de ayer sin más.

El primero: La revista Diacritics organizó en 1984 un coloquio sobre “Nuclear Criticism”, vale decir, sobre la posibilidad de la crítica en una época amenazada por un conflicto nuclear que siempre pende como una inminencia cierta de la política internacional, y que dado ese contexto apocalíptico, puede leerse como un coloquio sobre el futuro de la crítica, un futuro cerrado, como es el de la aniquilación total. En este coloquio ha intervenido Jacques Derrida, con un texto que llamó “No apocalypse, not now (a toda velocidad, siete misiles, siete misivas)”.

Para Derrida, esta amenaza cierta pero inconcebible, de la que sólo puede hablarse y fabular (puesto que de ocurrir sería el fin de las hablas y de las fábulas) es, en tanto fábula, equiparable a una invención literaria. Sin referente exterior, la literatura, que inventa su propio referente, depende de su archivo para existir, y de perderlo, difícilmente podría reconstituirse. En este sentido, para Derrida la corta historia de la literatura (como institución moderna surge en el siglo XVIII) es contemporánea y coextensiva de la era nuclear. La era nuclear es la era de la literatura: ambas se pertenecen. La autodestructividad de la literatura corresponde a la de su época.

En palabras de Derrida: La literatura nace y no puede vivir más que su propia precariedad, su amenaza de muerte y su finitud esencial. El movimiento de su inscripción constituye la posibilidad misma de su propio borrarse. (Derrida 1989: 81). Y respecto de la critica literaria:

La literatura y la crítica literaria no pueden, finalmente hablar de otra cosa [de la destrucción sin resto y a-simbólica de la literatura]. (Derrida 1989: 83). Esta posibilidad de autodisolución de la literatura y de la crítica literaria, como problemática borgeana [“un arte que saber profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido (…) y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin”(Borges 1957: 50)], fue también abordada por Foucault (1996) en Lenguaje y literatura: la posibilidad de la literatura moderna de negarse a sí misma, esgrimiendo un gesto de negatividad radical. Lo mismo vale para la crítica literaria.

La pregunta entonces sería: ¿en el hoy y en el futuro por el que la crítica literaria está ansiosa, no será este intrínseco carácter proteico el que la lleva a la autoaniquilación, o por lo menos, a una mutación tal que la altere radicalmente? Y en esto hay que reconocer que el tiempo académico es más vertiginoso que el de los periódicos, respetuosos, al menos, de los objetos consabidos de la crítica.

Desde luego, no estoy pensando en el contexto argentino, sino en el norteamericano, donde lo que podríamos llamar “la mutación del objeto crítico” ha pasado por vaivenes dignos del valor de cambio propio de los mercados académicos.

Tampoco pienso en esa mutación mayor de la crítica, el viraje hacia un tipo de estudios multifacéticos y eclécticos, los “Estudios culturales”, en los que las obras tradicionalmente llamadas “literarias” no sólo quedan privadas de la pretensión de privilegio que poseían en la estética de la modernidad, sino que pierden sus contornos reconocibles. No pienso en ellos como causantes de angustia por una identidad a punto de perderse, porque la crítica latinoamericana siempre se pensó a sí misma, de una u otra manera, como crítica cultural.

Segundo ejemplo: En el año 2004, veinte años después del coloquio celebrado en Cornell sobre “Nuclear criticism”, otra revista académica norteamericana, Critical Inquiry, promueve una reunión para pasar revista a su propia trayectoria y sondear cuál serán los programas críticos del futuro. Desde luego, lo que ronda en estas páginas es la extraña y a la vez reconocida silueta de un fantasma, el fantasma de las mutaciones teóricas, metódicas e institucionales de la crítica literaria, como si pertenecieran a un pasado remoto (Critical Inquiry Nº 30 Winter 2004). No sin una mirada de angustia por lo que parece ser el tema dominante allí, y como lo fue en el coloquio de Diacritics: el futuro de la crítica.

Pero estas páginas también muestran en aquellos que se empeñan en seguir estudiando literatura a la manera tradicional una angustia por el qué será de la crítica, visto apocalípticamente como una desaparición irreversible (es el caso de J. Hillis Miller que a duras penas puede reponerse de su nostalgia [2004: 414-420]). Leyendo estas contribuciones elegíacas se tiene la impresión de estar asistiendo a un responso celebrado por la muerte de la literatura. ¿Cuál debe ser el programa futuro de la crítica ante esa desaparición? De entre todas las respuestas (escriben aquí Teresa de Lauretis [2004: 365-368] y Stanley Fish [2004: 374-378], entre otros), tomaré la contribución de Fredric Jameson, que no parece lamentarse por la decretada muerte de ese objeto tradicional llamado “literatura”.

Su tiempo no es elegíaco ni nostálgico como el de otras intervenciones, sino más bien eufórico y predictivo, como si ya se hubiese embarcado en la velocidad que promueve la mutación de la crítica y la definitiva muerte de la literatura. La crítica literaria –dice Jameson- también está gravemente enferma: De tanto en tanto se considera que la crítica literaria ha muerto. Si es así, se puede deber a que, o bien tenemos ahora tantos métodos y técnicas diferentes como el objeto requiera, o bien porque se ha producido una total volatilización de la obra de arte concebida anticuadamente, o si se prefiere, por la muerte de la literatura misma (2004: 404-408 mi traducción).

Resulta curioso que la crítica literaria, pletórica de metodologías y recursos, muera por exceso de riquezas técnicas. En todo caso -supongo-, la volatilización de su objeto tradicional, ante semejante despliegue metodológico, le propondría dos caminos: el del repliegue, o el de la expansión.

Como de lo que se trata aquí, en estas discusiones, es más la supervivencia del discurso académico mismo (no importan tanto las irreconocibles mutaciones de la crítica o la disolución del objeto), las propuestas de Jameson buscan mantener el privilegio teórico o la posición privilegiada de este discurso que se dedicaría a indagar cómo se ha producido tal expansión o semejante muerte de la literatura: Sostendré que la crítica literaria es o debería ser una especie de sintomatología teorética. Las formas literarias (y las formas culturales en general) son los síntomas más concretos que tenemos de lo que está en obra en esa cosa ausente llamada lo social (2004: 404-408 mi traducción).

Esta crítica sintomatológica de una muerte anunciada tiene un objeto que es ahora la mutación misma: En la posmodernidad, nuestros objetos de estudio consisten menos en los textos individuales que en la estructura y la dinámica de un modo cultural específico como tal.

Ahora nuestro objeto de estudio es el proceso de producción cultural, y ya no más la obra de arte individual (2004: 404-408 mi traducción). Si reproduzco estas discusiones y estas angustias por el futuro de la crítica, por el tiempo o los tiempos de la crítica, no es para contrastar dos ritmos en la producción de conocimiento, el “avanzado” y el “subdesarrollado”, ni para apartar, como en un conjuro, la amenaza de una disolución de la que nuestro “canon atrasado” (la expresión es de Jameson para la literatura latinoamericana [1986: 65-88]) nos mantendría convenientemente alejados. Lo hago para plantear un interrogante acerca de su pertinencia en el estado actual de la crítica literaria argentina. Un interrogante que ha sabido plantear muy bien mi amigo Miguel Dalmaroni en un trabajo aún inédito sobre las formas de construcción de los corpus de estudio, en el que se puede leer esta creciente angustia de importación por desterrar los corpus centrados en el autor y cambiarlo por problemáticas u objetos más vastos (Dalmaroni inédito).

En todo caso, como parece creerlo Dalmaroni, la conservación de modos tradicionales de abordaje crítico tiene que ver no con un simple conservadurismo defensivo, sino con una estrategia de resistencia ante el ronroneo insistente que masculla ante nuestras puertas el discurso hegemónico producido en el mercado académico norteamericano.

El dilema en nuestro contexto sería cómo persistir en esa resistencia sin desechar lo nuevo, lo otro modificador que, más allá de las hojarascas exóticas y las discusiones apabulladas por el desconcierto, podrían tocarnos, decirnos algo sobre nosotros mismos y el futuro de nuestra crítica. Este sería, entonces, el contexto en el cual presentamos hoy el número 10 de la revista de crítica universitaria Orbis Tertius, cuya aparición no solamente tiene el carácter de una empecinada resistencia académica, con todos los trabajos de verdadero sacrificio que supone una aventura semejante en la Argentina de estos últimos años, sino la testarudez de una persistencia. La persistencia que corresponde a la razón de ser del tiempo académico: custodio y productor de sus propios archivos.

Y casi todo un trajinar de la crítica argentina se ha archivado en Orbis Tertius, pues se puede leer en ella la historia de un work in progress de las tesis y contribuciones maduras que nos muestran la solidez y la vigencia de nuestro discurso. Porque la frase de Arlt, “la prepotencia del trabajo” se aplica aquí sin estridencias, de acuerdo con el tiempo desvelado y constante de la actividad académica. En este sentido, Orbis Tertius no nos tranquiliza frente al dilema que nos plantean las mutaciones y asechanzas que preocupan a la crítica actual, sino más bien nos ofrece una apertura a partir de su empecinamiento.

 

Leemos a mil artistas mejores, ya muertos pero más vivos que cualquier nombre de las listas de los libros más vendidos en la Fnac, donde el primer síntoma de muerte cerebral es la mediocridad. Qué fácil es soñar con prender fuego pensando que, estando esta gente sólo llena de metano, tendría que resultar sencillo. Leemos, vemos la genialidad, y la vemos tan inalcanzable que tememos. Es normal, supongo. Cuánto temor se desprende de estos bolígrafos nuestros, no se lo podría usted creer. El ignorante no teme, porque no concibe, porque la literatura no se aprende sino que se aprehende. Y me parece de locos tener que justificarme en teorías técnicas adquiridas en la carrera para validar que no todo lo que se escribe es algo que alguien ha cagado a través del bolígrafo.

He visto cómo cientos de personas hacen exactamente lo mismo, se publican en el medio que sea, se autopromocionan, creen que lo que están haciendo es bueno y original. Y no es ni lo uno ni lo otro. De hecho, sólo hacen el ridículo. También he sido testigo de gente sentada delante de su ordenador, en tales aprietos que los intestinos les habrían salido disparados por el asterisco si eso era lo que pretendían. No es cuestión de gusto ni de inseguridades. Es algo peor y mejor, llamado criterio. No niego la evidencia. De verdad, he intentado escribir con la mano en el corazón pero me cuesta horrores escribir con la mano ahí puesta porque no consigo agarrar bien el bolígrafo. Ni pensar quiero en lo que debe doler la escritura visceral. Pero las cosas como son, parece que cuanto más en contacto estés con lo que tienes dentro, mejor escribes. Que pararse un ratito a mirarse por dentro es, cuanto menos, una putada. 

También comparto el ser tan selectiva con los libros que leo como con las personas con las que me relaciono. Mi posición respecto a la lectura que se puede tener a día de hoy es que plagiar a Borges extendiendo un relato a novela zafia, escrita de la manera más mediocre y embadurnándolo todo de la tergiversación happylife más patética de filosofías occidentales, abusando de la hermenéutica más que la mierda-horóscopo de periódico de sucesos del pueblo de tu tía abuela, no es serio. Cubrir de millones a un inútil por hacer basura para gente que necesita oír que su vida tiene significado alguno de manera facilona y sin tener que esforzarse demasiado, no es serio.

A Paulo Coelho, como ejemplo de todo un saco de «escritores», y a la escoria de su calaña les debemos la sublimación del modelo mercantil de literatura siéntase-usted-bien y la consolidación del lector que paga para que le cuenten lo que quiere oír. No es como elegir entre Nietzsche y Heidegger. No es cuestión de que te guste o te deje de gustar. Lo que es mierda es mierda. La excusa del “todo vale” es la razón de que ya nadie crea que estudiar literatura es serio.

La literatura lleva mucho tiempo siendo prostituida en pos de un juego comercial en la que la promoción de los beneficios de la lectura va unido a toneladas de página vacías para que el ancho mundo tenga la impresión de que lee. No es nada nuevo.

De igual forma, que no se le puede pedir a una señora, ama de casa toda su vida y con más deseos que realidades, que no compre 50 Sombras de Grey y similares para cambiarlos por el Marqués de Sade. El mercado está ahí y les funciona. Si no, no venderían. Y la incertidumbre que se extiende ante mi es: ¿Y ahora qué hacemos los futuros trabajadores de la Literatura, pobres ilusos a los que se suele tildar de panda de vagos? ¿Y a la hora de tratar de crear algo nuevo? O lo arreglamos o lo jodemos.

Que te guste leer tiene poco que ver con la pasión que puedas sentir a la hora de crear algo nuevo. Ya sea como profesor, crítico, escritor, editor, traductor o lo que sea relacionado con la literatura en lo que pongamos el pie durante o después de esta carrera, ya somos mayorcitos para saber que el futuro pinta feo y nosotros lo llevamos muy jodido. 

No se puede discutir que la deriva de las letras se ha intensificado en los últimos 25 años, y con ello, la profesionalización de las mismas. Críticos que hablan de lo que les gusta lo que ven y no se refieren a una fundamentación real en términos intelectuales, eso es una cosa de ahora. Se quejaba, por ejemplo, Harold Bloom (no es para nada el mejor ejemplo de crítico ni, mucho menos,de teórico, pero es conocido) en una entrevista que apareció hace cosa de un año y pico en El País por lo mismo. En una exposición de Marcel Broodthaers leí que enterrar una obra de arte, de la disciplina que sea, es sacarla al mercado. Y no le exijo nada a una ama de casa de mediana edad, pero eso no va a evitar que, como aspirante a saber algo de literatura, pienso que estoy en posición de quejarme. No es tan evidente. Si lo fuera, no se hablaría como se hace de autores de la Santa Mierda. No creo que haya habido una Edad de Oro nunca pero que este es el Reino del puto Cachondeo, no lo dudo.

Esto me hace pensar si tengo una idea demasiado romantizada de la literatura, o incluso del arte, en general. Lo mismo viene dado con la vocación. No es como aprender a hacer trucos de magia sino saber identificarla, conocerla, interpretarla y asumirla en la medida de lo posible. De tal manera que podamos apreciar la magia del pasado, reírnos de aquel que trata de alcanzarla sin respetarla ni haberla entendido  y temer cuando la intentamos por nuestra cuenta y riesgo.

Intentar escribir algo, sabiendo lo que sabemos, que aún siendo más de lo que parece saber la gente a nuestro alrededor, todavía no es nada… es como un truco de magia. Se intenta mil veces. Te frustras. En casa. Solo. Sin que nadie mire. Y te sale. Por fin. Pero, como un truco de magia, si no hay espectáculo, esa magia no existe porque nadie lo ha visto. Así que, al final, y volviendo a lo dicho, lo aconsejable es hacer lo que a uno le dé la santa gana. Quien necesite ciscarse las heridas con las manos pringadas de  victimismo, no le queda un momento para olvidar y vivir.

Pero estaría bien poder exigir cierto criterio para sentir que no se ríen en tu cara – aunque esa cuestión, de hecho, sea culpa del mercado, esa superestructura que ni siquiera se controla a sí misma y nos sorprende cuando se desploma y que, cuando se alza parece un éxito personal. – porque, como «autora» yo no me veo a mí misma, por mucho que aspire o no a publicar, cambiando ningún canon.

Denunciar la sub-literatura es algo que hago como lectora y, sencilla y llanamente, como individuo. Lo que pueda ser lo decidirá la historia. Eso no está en mi mano. Porque no sé cuánto se aleja mi texto del excrementismo pero sí sé que le dedico mucho tiempo, eso sí lo puedo afirmar. Como lectora. Es posible que la buena literatura contemporánea, muy, muy buena, nos pase desapercibida, pero eligiendo un autor al azar de hoy y hace cincuenta años, la complejidad estructural, el desarrollo humano de los caracteres, inclusive la temática y, para acabar, el estilo son comparativamente, ineludiblemente, peores. (¿Será que hay hoy muchos más autores? No sé). Hasta el punto de que uno empieza a tener la sensación de que se escribe mal a propósito porque es difícil incurrir en tantos patinazos seguidos. Casi como los paquetes de cereales de marca blanca en los que se solicitan dibujos y personajes expresamente cutres a dibujantes profesionales que cobran lo mismo sea el dibujo bueno o una mierda, por el sencillo hecho de que hacen creer a la gente que son más baratos y venden más.
Subrayo, como lectora.

Porque como lectora no necesito humildad ninguna. Necesito ir a un recital y sentir que no se están riendo en mi cara y que es todo muy democrático y la libertad de expresión es un arma, no una herramienta como, de hecho, debería ser. Como lectora, necesito no percibir el deterioro cognitivo de la humanidad en la comparativa de oferta literaria hoy y de cuando mis padres tenían mi edad. 

Que la gente puede escribir y hacer lo que le dé la gana. Pero la realidad es simple, lo que se promociona como literatura, no lo es. Lo que afecta a la mayoría de los lectores no es literatura, es verborrea sobrevalorada. Y después quedan dos reductos. Gente que elevan la verborrea a una pedantería cubierta de melaza. Y otros pocos, muy pocos, que abogan por la buena literatura, la promocionan y la crean.

Si no entendemos que no es un problema personal si no endémico, vamos jodidos.

Aunque es ineludible afirmar que un modelo editorial de alto consumo, si bien el mecenazgo, la moda y la censura han sido universales siempre, juega su propio juego. La utopía de la producción sin límites es una falacia, precisamente por eso. Ocurre en todo el mundo. Pero nosotros tenemos un país donde los literatos reconocidos no son más que un compendio de genialidades geriátricas marchitas que no hacen más que vagar de evento en evento con sus discursos pedantes y seniles mientras las librerías se llenan de auténtica bazofia venida de todos los lares, las editoriales de “prestigio” se han vuelto corporaciones dirigidas por hábiles empresarios que buscan remover las hormonas de adolescentes, señoras y pseudoculturetas de medio pelo.

Y los escritores vagan por ahí llenando cuadernos y acumulando silencios, críticas y desprecio de una sociedad (y me atrevería a usar el término “Nación”) embrutecida, sin valores, ni principios ni guía, que mama de toda esa cúpula polvorienta que nos gobierna, nos dice qué aprender y nos educada el buen vivir de un ganado manso. Que ojalá la Historia fuese una retahíla de inventos filantrópicos en vez de un matadero absurdo o un cuento lleno de furia y ruido. 

Ojo cuidao´, no quiero decir con esto que uno sólo deba leer buena literatura porque si así fuera estábamos ya medio mundo con la cabeza hecha polvo. Hay ocasiones, en las que a uno le gusta leer cosas fáciles y poco densas simplemente por el gusto de leer. Pero, incluso ahí, se puede ser selectivo. Decir que está bien todo lo sanamente moderado, como es el caso de los dos ejemplo que he puesto con Coelho y la escritora de 50 Sombras, cuya riqueza es síntoma de la decadencia de la literatura, pues me toca la moral. Puede gustarte el cine basura de tiros y explosiones por el simple hecho de aliviar ciertas presiones, pero eso no le quita de ser basura.

La persistencia de la literatura que es, en definitiva, esa charla superior mantenida por el empecinamiento de unos cuantos individuos al cobijo de unas pocas instituciones y a contrapelo de los tiempos.

 

BIBLIOGRAFÍA

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