Después de leer Listas, Guapas, Limpias de Anna Pacheco

Ahora que he dejado todas mis expectativas de futuro en blanco, que ni literatura, ni diseño ni muertos, me enfrento a una sensación de vacío parecida a la que tenía con cinco años cuando me preguntaban qué quería ser de mayor y respondía: pues no lo sé.

Creo que ya mostraba aptitudes desde entonces. Lo único que tenía claro es que pudiendo no ser, qué necesidad podía tener de serlo. A día de hoy, eso no ha cambiado, pero he dado muchas vueltas para llegar de nuevo hasta aquí.

Nunca se lo he contado a nadie, no lo sabe nadie, pero siempre me hacían la misma pregunta a la hora de la merienda. Y yo pensaba en lo que más tarde supe que se llamaba «confitería». Llevo toda la vida imaginando un lugar cálido en el que servir cafés y dulces de todos los tamaños y formas. Llevo toda la vida anhelando que algo me reconforte tanto como una taza de té muy, muy caliente en un domingo muy, muy frío. Y algo con chocolate.

Otro sueño de niña, sin duda. De cuando uno se puede permitir pensar que las cafeterías tienen cierto encanto. De cuando no sabías que vas a estar tan jodida y por igual, estés dónde estés, caigas dónde caigas. De cuando te podías permitir pensar que tú serías uno de esos afortunados que trabaja de lo que quiere, trabaja de lo que le gusta o ha logrado que le guste su trabajo. Da igual si en mi cabeza sigue habiendo luz en una pequeña confitería de barrio, sirviendo desayunos, meriendas y hasta el Roscón de Reyes. El día a día me ha enseñado que no tendría ni dónde caerme muerta y es desolador. Se te acaba la ternura de un plumazo.

Me da miedo que los demás sepan que he tenido que dejarlo todo. Dejar de estudiar, dejar de leer, dejar de escribir, dejar de beber, dejar de salir… Aunque yo siempre he insistido en que no es cierto, para mis amigos soy la que puede con todo. “Tú siempre puedes con todo” me dicen.  Yo también, hasta hace poco, creía que tendría que ser siempre la que puede con todo. “Tienes que poder con todo” solía decirme.

Me gustaría poder decir: Ahora trabajo en la panadería que está debajo de mi casa, y en unos meses, aunque deseaba con todas mis fuerzas que quedarme mereciera la pena, me habré ido de esta ciudad.

A los desconocidos y a los familiares les he dicho que no paro de buscar trabajo, que es verdad pero me deja tan exhausta que, cuando lo digo cinco o seis veces, es como ser un parado de cincuenta años. Y todos sabemos que ahí ya casi has aceptado las cosas.

A los conocidos que preguntan, les he dicho que he de tomarme un tiempo para corregir el manuscrito de mi libro. “Me lo estoy tomando con calma” les digo. Mis amigos no saben muy bien lo que pasa, creo. En realidad, pasa lo de siempre: No hay dinero. Nunca lo ha habido y por muy bien que pueda ir todo, en el mejor de todos los casos, nunca lo habrá.

En circunstancias normales haría lo suyo, que es irme con lo justo y menos, buscarme la vida, currar cuarenta horas semanales, apañármelas para salir adelante, rogar por favor que me concedan a mí todas las oportunidades. Pero ahora no, ahora estoy en un parón. Ahora no puedo continuar con nada. No puedo. Pero seguir, sigo.

Porque todo eso, son cosas que pasan por fuera, sin importar que, por dentro, necesites parar. Parar sólo un momento, cerrar los ojos sólo un momento. Respirar un momento. Sin sentir que me ahogo todo el rato.

A veces pienso en una vida estando más cerca, quizá porque tengo muchas ganas de matar a la persona que hoy soy. Al menos, a muchas partes de mí misma que me dejan mutilada tal y como estoy. Y tienes razón, me castigo y lo siento. De algún modo, lo peor es haber empezado el luto antes de tiempo, lo necesito. Quiero decir: De qué me sirve ser la persona que soy si todas mis miras están puestas en la que seré, en la que necesito ser para seguir adelante con cada paso, un pie detrás del otro, pasito a pasito. Qué hago con esta Yo que no puede moverse.

Ayer fui a visitar a mi abuela. Se mantiene activa, pero ayer no salía de la cama. A veces le pasa, desde que la operaron del corazón. Suele darse largos paseos ella sola, pero ayer no podía andar ni por el pasillo. “Tu podrás hacer lo que quieras, hija mía, si es que eres listísima” me dice. Me siento en la cama, ella mueve las piernas como si le costase el esfuerzo de toda la vida que le queda. Me hace un hueco. Nos damos la mano. Me pregunta por ti. Le cuento que estás entre unas cosas y otras, le cuento que sigo intentando salir adelante, que he dejado de escribir pero a la vez no, que ahora me escribo para conocerme. Me mira confusa. Tu siempre escribiendo. Me mira con cierta desaprobación. “Dicen que para dentro de dos años sacarán más trabajos“.

Mi abuela no entiende que nos pasemos tanto tiempo estudiando para acabar trabajando en tiendas de ropa y panaderías. La verdad es que yo no tengo ganas de explicarle la situación y al final dejo que crea que es eso lo que pasa, tan simple que asusta. “No hay buenos trabajos después de la universidad” le digo.

Después de cinco meses y un tiempo largo sin beberme más copas de las que puedo contar empiezo a sentir que voy mejorando. Sigo queriendo morirme, pero estoy más dispuesta a convivir con esa sensación. Estar mejor se ha convertido en esto último.

Porque lo de «al final todo va a ser aprender a vivir con el dolor» ha empezado a ser más «al final todo va sobre soportar bien el dolor» y eso parece que tiene mucho que ver con esconderlo bien, por lo menos para ser funcional.

Pienso mucho en lo que pensarán los demás cuando me ven fracasar día tras día -porque seamos honestos, seguir adelante, aunque salga mal, no es fracasar. El problema reside en no poder avanzar hacia ninguna parte-. Aunque esto jamás me ha importado, ahora me importa. Pensarán: Madre mía, mírala, con sus títulos y toda la vida por delante. Y no hace nada. En realidad, no conozco a casi nadie. Nunca me he sentido orgullosa de vivir en donde vivo, nunca me he sentido parte del vecindario. Nunca saludo. Mi madre dice que es la segunda mejor zona de toda la ciudad. Yo siempre he pensado que somos unos farsantes y que en realidad vivir en donde vivimos nos ha costado muchas cosas, entre ellas el amor. Somos de esas familias que están en el limbo. Somos de esas familias en donde lo importante es aparentar. Somos como casi todo el mundo. Negligentes.

Debería haber estudiado otra cosa, derecho, medicina, alguna ingeniería. Debería optar a un master de profesorado, o presentarme a oposiciones de lo que sea. Debería dejar de entristecerme por desear todo lo que esta fuera de mi alcance. Todos esos manuales, todos esos libros, todos esos títulos inútiles.

La última vez que me preguntaron qué quería ser de mayor contesté que “Catedrática”. Estaba en tercero de la E.S.O y acababa de leer Don Álvaro o La Fuerza del Sino. No tenía ni puta idea de lo que significaba ser catedrática. Mi profesora de lengua soltó una carcajada. Con razón. Pero aún es cierto. Es de las pocas cosas que no han cambiado. Siempre me ha gustado leer y escribir, es lo que me ha mantenido distraída de la negligencia. De los gritos y de los llantos. Del desprecio. De la soledad que tiñe todas las paredes de esta casa.

Cada vez que pienso en que voy a volver a invertir el dinero que no tenemos en cursar unos estudios que no me habilitarán para absolutamente nada me asaltan las ganas de llorar.  “Eres necia y demasiado ambiciosa” me digo. He vuelto a dejar de comer para sentir el hambre por encima de toda esta frustración.

Quiero decir: Ahora trabajo en la panadería de debajo de mi casa los fines de semana. El plan es curarme del todo, retomar las cosas despacio. Hacer un poco de dinero, irme de aquí.

Ojalá desaparezcan los peores síntomas de mi trastorno por el camino

Ojalá no se me olvide nunca que tengo un plan para salir de aquí.

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